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Bienvenido a Daily Planet

Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Mi encuentro cercano del tipo 47

Todos pensábamos que estábamos muy lejos de esto. Corrían rumores esporádicos por las aulas, unos silencios devastadores en los que nadie quería pensar. Paulatinamente, fueron aumentando; el mutismo nos empezó a asordar. Se acercaban cautelosamente mientras nadie los esperaba. De tanto en tanto, un iluso levantaba la mirada y no veía, ni olía, ni gustaba, pero sí lloraba. Estuvimos sentados todos en un jardín florido por demasiado tiempo; la mañana pasó, y transcurrió también la noche. Las flores se marchitaron y volvieron a brotar, algunas más hermosas, y otras, una tremenda porquería. La brisa soplaba y nosotros, sin percatarnos del clima, rodábamos una bola de nieve que nunca creció porque nunca fue invierno. Sin previo aviso, la bola de nieve se derritió, y, todos a la vez, volvimos a levantar la mirada, uno tras de otro, en fila india. El jardín ha crecido demasiado, llegó la hora de cosechar la caña de azúcar. Nadie lo quiere ni lo esperaba, mas el viento nos obliga a hacerlo. Nadie quería darse cuenta, pero déjenme decirles que el día ha llegado y es hoy.

Después de las motivadoras lágrimas de Teffy y la inmejorable comicidad de Javier, yo me había quedado sin palabras. Yo quería escribir algo como eso, pero totalmente diferente y sin nada que ver. No tenía idea de qué decir ni, menos aun, de cómo decirlo. Ella se quedó con las anécdotas del grupo, y él acaparó a los profesores; no quedaba nada ya. Era necesario pensar en algo que haya permanecido libre, inmaculado; fue entonces cuando lo pensé: nadie había hablado sobre la esencia de la promoción, ni sobre lo que está ocurriendo; cosas importantes, como sabrán, peldaños inevitables en una escalera de caracol. Que alguien abra la puerta del siguiente piso, pues, antes de que se oxiden los escalones.

¿Recuerdan el primer día de clases? Todos engominadísimos hasta las cejas y más limpios que los carros del año de los que nuestros padres, muy orgullosos de ser socios del Country, alardeaban tanto. El anexo era una nueva experiencia, y no necesariamente todos estaban felices: algunos se indignaron por el abuso de poder, y otros, más anárquicos que nunca, reclamaron con los argumentos más sustanciosos que un seis añero podría alguna vez pronunciar. Tras una entrada triunfal en la Jerusalén de Los Tilos, y una didáctica primera clase, las lágrimas se convirtieron en sonrisas y en nuevos amigos; nunca más un rato aburrido ni un momento de ocio. Recuerdos así permanecerán siempre en la memoria de cada uno y, mejor aun, en la memoria del grupo. Por mi parte, me encantaría decir lo mismo, pero no puedo, entré en sexto grado. Y, sobre todos mis fraternales compañeros que no tuvieron la suerte de ingresar desde el primer momento, tengo la plena seguridad de que sienten lo mismo que yo: los recuerdos de los demás se han ido agregando (mas no sobrescribiendo) en nuestras particulares mentes. Es diferente a lo que sucedió cuando niños: no recordábamos nada de nuestra infancia, pero, al ver las fotos y oír las historias, empezamos a creer que lo recordábamos; los demás nos crearon nuevas memorias que, aunque no fueran ciertas, mi mamá y mi papá dicen que pasaron y punto. ¡Ya es tiempo de dudar! La burbuja de la falsedad se está reventando y su sonido es el rugir del mundo. Nosotros, sin embargo, decidimos creer en el anexo, en nuestros amigos, en la “Cueva del Diablo”, en el Teatro cuyo piso se parece al de la sala de mi casa, pero en grandote. Creer nunca fue una obligación, sólo una opción por la cual decidimos, y por la que me siento muy contento.

Inevitablemente, pasaron los años y "Ahora conozco a todos los de la promo, mamá.", "¡Qué bien, hijito!". La promoción como tal fue formándose, aprendimos a contar hasta el cuarenta y siete; no teníamos idea de lo que significaba, mas lo empezamos a sentir: tenía que ver con los compañeros de clase, con los recreos, con las mamás del comité, con su inigualable eficiencia y con los sanguchitos que nos preparaban (o que mandaban a hacer, nunca lo sabré). Cada vez queríamos pasar más tiempo con nuestros amigos y menos con nuestros papás. Los padres estarían para siempre, pero a los amigos los cambiarían al Fleming o los mandarían a Lima; teníamos que estar preparados, y aprovechar todo el tiempo posible. Ahora sabemos que las familias felices son frágiles y que un taxi hasta el Fleming cuesta dos soles cincuenta porque yo nunca me subo a un micro. No obstante, no nos arrepentimos de todos nuestros momentos juntos, de nuestras alegrías ni de nuestras discrepancias. Ya no pensamos en palabra alguna, sólo en un número: 47.

Debemos pensar, a su vez, en lo que viene. Supongo que todos sabemos que una etapa está terminando, y que otra está a punto de empezar (excepto para los que ya iniciaron los cursos cero de la Yupién). Les ruego tener en cuenta lo que estamos dejando atrás: nuestros profesores, nuestros amigos, la cincuenta. ¿De verdad queremos dejarlos atrás? ¿No son ellos parte de nosotros? No tenemos por qué hacerlo. Un espacio mínimo en nuestra agenda ocupada con ocio y también estudio no nos costará demasiado; para los que están lejos, una llamada nunca duele, un mensaje de texto, no sé la Miss Mirtha, pero Fernando vive conectado en el Messenger. Nadie los está arrancando de nuestro ser, somos nosotros los que les estamos haciendo palanca, ¡muerte a Arquímedes! Dejemos de hacerlo, pues, y no olvidemos el matutino panorama del San José.

Si levantamos nuestras caras y cesamos, por un instante, de observar cómo no pueden retroceder las manecillas de plata de nuestros relojes, nos daremos cuenta de que estamos rodeados de personas admirables, gente fuera de nuestros grupos que nos desea lo mejor, que también está preocupada por lo que le deparan el destino y la libreta. ¿Qué tan difícil nos puede resultar recapacitar un poco al respecto? Fue muy duro para mí. Yo solía decir que la unificación no valía la pena, que ya nada sería igual. Predicaba que nos reencontraríamos cuarentones ya, y que nos reuniríamos con nuestras familias como perfectos desconocidos para hablar de política; no tendríamos muchos temas de conversación en común y nos limitaríamos a tomarnos un tecito importado de no-sé-dónde-lo-que-importa-es-que-me-costó-caro. Sin embargo, tras la excéntrica visita de esa pareja de psicólogos New Age con dejo improvisadamente venezolano, pude abrir los ojos. El colegio termina, mas la cuarenta y siete sigue en pie; no somos nosotros los que nos quedamos sin el colegio, es el San José el que se queda sin nosotros. Seguiremos vivos como una unidad, sin importar lo que pase, estaremos ahí para apoyarnos mutuamente, como hermanos que, lamentablemente, no somos; y crucificaremos al antipromo al que se le ocurra levantar la mano.

Si es que les pido algo es que nunca dejen de buscar la felicidad, no importa qué la motive, pero no cesen su búsqueda. Más bien, díganme, ¿qué es la felicidad? ¿No es acaso un conjunto de alegrías? Y ahora, ¿cuántos momentos alegres hemos compartido como promoción? Muchísimos, sin duda alguna. Déjenme decirles, entonces, que ya hemos encontrado una felicidad, se llama “nosotros”. No han transcurrido tantos años en vano. ¿Se dieron cuenta de que ya encontramos algo? Me dirán que también hemos pasado por momentos desagradables, mas eso también forma parte de la felicidad; la felicidad no es perfecta, por eso es tan bella, ¡apreciémosla! Yo les agradezco por todo esto y les prometo que nunca me olvidaré de ustedes y que los seguiré queriendo, espero que sea recíproco. Toda esta vida ha sido y seguirá siendo nuestro encuentro cercano del tipo cuarenta y siete. Les deseo lo mejor y, otra vez, muchas gracias. (Ya pueden aplaudir)

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La anciana de la mecedora

Un gato negro entró por la improvisada ventana de una pequeña casa en medio de la nada. No dejó rastro de su camino ni, al parecer, de su ingreso en la chocita. Hizo todo lo posible por no hacer ruido, y muy sigilosamente se desplazó por la habitación. Todo estaba oscuro, el felino hubo de aprovechar al máximo su visión nocturna para no perderse en la reducida estancia. Al poco tiempo, sintió una vaga luz proveniente de una pieza aledaña; no dudó en ir a investigar, su curiosidad lo dominaba, le era necesario saber qué se encontraba del otro lado.

Caminó un poco, asustado, por la negrura del paisaje, hasta que estuvo lo suficientemente cerca de la luz como para poder ver con más claridad. Lo que percibía, sin embargo, no le era del todo agradable; el animalito no estaba acostumbrado a tales visiones. Poco a poco, empezó a darse cuenta del lugar en el que se encontraba: era una pequeña sala con piso de tierra y mínimos adornos, no faltaban cuadros con fotos de gente que no reconocía. Había también un grupo de pedazos de madera a manera de mesa, y, al costado de ésta, una rústica mecedora en continuo movimiento. Al gato no le parecieron importantes aquellos muebles, pero no tardó en notar un objeto menudo que le resultó familiar: era una bola de lana. De lo que había guardado silencio hasta ese instante, el gato corrió bulliciosamente hacia el estambre y ¡marramau!, se abalanzó sobre él.

Estuvo jugando así por un tiempo, hasta que notó que su juguete se conectaba con algo que se encontraba arriba; inclinó un poco su cabeza y pudo ver una anciana sentada en la mecedora, tejiendo una chompa. Esta prenda se encontraba sucia, con pequeños orificios en el tejido y con un aparentemente largo lapso para que sea terminada. La viejita se mecía totalmente concentrada en su labor. El animal maulló. La abuela se sorprendió al oír tal ruido, y decidió bajar la vista. Miró al felino a los ojos, y éste pudo ver a través de su carne. Permanecieron un momento en silencio, luego cada uno volvió a sus actividades, y dejaron de inmiscuirse en la vida del otro.

La anciana advirtió un collar en el cuello del gato y pensó que había de pertenecer a alguien; a alguno de sus nietos, tal vez; ella lo ignoraba, nunca llegó a conocerlos. Lentamente, detuvo su silla móvil –sin poder evitar una sonora respuesta de su quejumbrosa mecedora–, estiró un brazo y asió una tacita llena de leche. Con prudencia, bajó la susodicha hasta donde se encontraba su huésped, y, con una sonrisa de "gatito, ¿tienes hambre?", se la alcanzó. El minino estaba eufórico, hizo mil reverencias en señal de agradecimiento a su amabilísima anfitriona. Bebió rápidamente el blanquecino contenido de la taza; la pésima imitación de porcelana estaba un poco maltratada, pero no le importaba; después de todo, es un animal, y las bestias como él prescinden de detalles superfluos como ése. Terminada su merienda, levantó el rostro y vislumbró la faz de la viejita: estaba muy arrugada y toda demacrada, su respiración era inconstante y mostraba más de un signo de anemia. Esa taza de leche podía haber sido todo con lo que ella contaba por la noche. No parecía importarle, ella lo miraba sonriente y muy "tu compañía es más que suficiente, michi". El gato soltó un miau y volvió a jugar con la bola de estambre, mientras que su compañera reanudó su interminable tejido.

Pasaron las horas, mas la habitación no dejaba de ser tan lúgubre. Llegó un momento en que el animal se cansó de tanto juguetear y se recostó sobre las medias parchadas de la anciana. Se podía sentir cómo se le escapaba la vida. Poco después, ambos cedieron ante un profundo sueño.

Despertaron y se encontraron a oscuras ante la menguada luz del foco para tejer que, mal instalado, colgaba del techo. No se escuchó el abrir ni el cerrar de la puerta de la morada, pero era seguro que alguien había entrado. Era un niño bien vestido –una camisa con hilos de oro se quedaría corta frente a la ropa que llevaba el pequeño– y pulcrísimo al punto de inmaculado, el minino lo reconoció y maulló para saludarlo. Éste le sonrió, miró alrededor y, al no ver nada, se preocupó por el bienestar de su mascota. Indiferente al despoblado en el que se encontraba ésta, el niño caminó hasta el centro de la estancia, tomó al gato en brazos y salió, atravesando la puerta invisible, hacia la luz de la mañana a la que estaba acostumbrado.

La anciana de la mecedora siguió ahí, meciéndose y tejiendo.

viernes, 19 de octubre de 2007

No todos los dioses tienen buen gusto

Tras un muy sensiblemente corto fin de semana de ésos que parecen haber finalizado antes de siquiera empezar, me vi atrapado en otro interminable lunes, día en que el trabajo se vuelve fatigante y en que el descanso sabatino se torna otra jornada de siete horas, pero multiplicada de lunes a viernes. Siendo así como hubieren de acaecer los diurnos eventos de nuestras vidas, esperamos ansiosamente a que llegue un momento de regocijo, algo lúdico y entretenido, un instante que nos hace darnos cuenta de que todo nuestro cansancio ha valido la pena, con tal de llegar, pues, a aquel dichoso evento; me refiero, como era de esperarse, al almuerzo. Y es que la hora de comer no es sino el alivio de nuestra agitada –aunque no necesariamente de todos –agenda.

Con el poco relajante quehacer cotidiano de cada uno de los seres humanos y demás habitantes del planeta que ya quisieran ser considerados pensantes, pero que no llegan, muy difícilmente, a más de una crema volteada mal servida –y esto es, bien podrían ser menos –, el momento de la ingesta de nuestros nutrientes –que, en ocasiones, más agravios nos causan que beneficios –es algo trascendental para nuestras vidas, o lo poco que queda de ellas.

Si bien en algunos hogares se recurre a la reconocida e improvisadísima oración para bendecir los alimentos, no tuve el agrado del caso, no arribando mis alimentos a la muy merecida concordia con lo divino, sacro y, probablemente, antiestadounidense. Fuera de aquella mención honrosa, me vi motivado a iniciar con el arte degustativo; era mi alimento, sin embargo, el que no se me era alcanzado. Una espera no muy larga procedió a mi ansiedad, acompañada de varios “ay, hijo, espera a que se caliente, pues” de mi digna progenitora, la cual, valiéndose de sus comunes ayes y amenes, hizo tardía la entrega de la no del todo bendita comida.

Hubo de llegar, de todas maneras, y yo, con todo el estremecimiento que se me hizo posible desde una de las incomodísimas sillas del comedor de diario, no pude aguantar la repetitiva y bisilábica réplica –interrogativa, por supuesto –“¿shámbar?”. Sí, era shámbar por donde se lo mirase –o la mirase, nunca se sabe del todo bien –, pero ¿otra vez? Sí, hijo, otra vez. Yo sé que todos los lunes comemos shámbar, ¡mas no es mía la culpa de que hoy sea lunes ni que lo haya sido también la semana pasada! Esos lunes, si no fuera por ellos, el domingo nunca se vería obligado a terminar ni a empezar una nueva semana. Ha de recaer en su conciencia que tantas personas odien su trabajo. No tengo idea de cuándo empecé a odiar los lunes… ha de haber sido en algún domingo.

Retomando el tema, nos es fácil encontrar un vínculo pintoresco entre el día aquel y el platillo ese, dando como resultado una relación probablemente innecesaria e indiscutiblemente estúpida. Ahora, poniéndonos a tomar el asunto con un poco más de seriedad, no nos tardamos mucho en encontrarnos con ciertas interrogantes como “¿por qué se consume shámbar los lunes?”, “¿por qué no los viernes ni los 29 de febrero?”. Haciendo un poco de memoria, recuerdo pequeños fragmentos de mi ignorante infancia y unas cuantas de las sabias habladurías de mis ancestros, tales como “bueno, no tenemos chimenea, pero Papá Noel encontrará alguna forma de entrar, ¿no crees?”, “no se corre con tijeras… ¡te lo dije!”, “no, pequeño, no juegues con fuego y,,, ¡apaga a ese perro inmediatamente!” o, en este caso, “las menestras dan buena suerte si se comen los lunes”.

Digamos que es afortunado comer menestras los lunes, es innegable que muchos venderían a sus hijos –o tal vez publicitarían universidades –con la meta de llegar a sus casas y ver un plato de menestras sobre su mesa; mas no me parece que no sea dichoso el consumirlas algún otro día de la semana. ¿Es que los puestos que las comercian en el mercado se ven acosados por los ávidos compradores durante un solo día de los siete? Ciertamente, no me parece muy razonable que digamos. En lo que a mí respecta, sería mucho más práctico ir en búsqueda de ellas un jueves o un viernes, mientras las tiendas estén vacías. Fausto sea, pues, aquél que, tras engullir las celebérrimas, no se sienta agobiado por los trastornos consecuentes. Y es el shámbar, con su altísimo contenido de menestras, el más agobiante y consecuente de todos los platos. Yo diría, entonces, que se hubiere de considerar afortunado al que haya consumido shámbar el lunes y que no haya tenido problemas durante el resto de la semana.

De todo el misticismo implicado en la tradición antes expuesta, preferiría no hablar; no obstante, me veo obligado a profundizar en la susodicha. El shámbar, al igual que la sopa teóloga, es un plato tipiquísimo de Trujillo y oriundo de la cultura mochica, con posibles implicancias religiosas. Considerando al inmisericorde dios de dicho pueblo, Aipaec, me atrevo a afirmar que éste obligaba a su sometido caserío a consumir tales masticabilísimos brebajes; una obra de suma consideración dictatorial, sin duda alguna; y es que a ese tipo de dioses no les importa si es que sus acciones produjesen graves consecuencias gastrointestinales en los pobladores; a lo que vendría una respuesta como “sí, claro, sufran con sus dolores estomacales, decapítense y culpen a su dios, ¿acaso creen que no he escuchado sobre el apodo de El degollador que me han puesto?”. Siendo todos éstos unos artes macabros, he de detenerme en esta parte del ensayo para no encontrarme con otras maquinaciones –tal vez incluso maldiciones de cortesía –tenebrosas.

Sugerido, pues, por el mal gusto de nuestro inexperto gourmet Aipaec, me dispuse a ingerir su tradicional sopa –si es que ésa es la denominación adecuada, lo cual ignoro y prefiero seguir desconociendo –con mi no tan tradicional nerviosismo, propio de las nuevas experiencias y de los tests de orientación vocacional. Para sorpresa mía, de El degollador y de todo aquél que ose leer estas líneas, el almuerzo resultó, de alguna u otra manera, de un sabor agradable, rescatando, una vez más, las habilidades culinarias de mi madre (no, hijo, el señor de la tienda de al lado preparó el shámbar y me vendió un poco). Como sea que ocurran los hechos, si bien no todos los dioses tienen buen gusto, estoy empezando a recapacitar sobre las preferencias –casi una delicatessen –del dios de los mochicas.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Eternamente señorita

Disfrutando de un veraniego día de tranquilidad, una jornada del tipo en que uno se estresa de tanto relajarse, fue justamente como cierta idea turbó mi mente. Los días se tornaban largos y monótonos, el otoño había de llegar. El sol, empero, no se dignaba a ocultarse, la típica mañana en que ya no quedaba nada más que hacer no concluiría nunca. El carruaje de Helios incluso daba la impresión de regresarse al palacio del este, mas no de avanzar en su ordinario recorrido. El tan ansiado verano se había vuelto ya rutinario y, por consiguiente, aburrido. La televisión por cable, más local que nunca, repetía las mismas películas, y los canales nacionales seguían estrenando filmes del noventa. No se podía hacer nada, los libros no huelen tan bien en el verano como lo hacen en la época de clases. Sólo quedaba ponerse a pensar, divagar a través de una cabeza aún vacía por la increíble carencia de experiencias y de conocimientos. Fue entonces que apareció, lo hizo más místicamente que el ser sobrenatural de mayor excentricidad en su manera de llamar la atención. Yo no sé lo que ocurrió, pero no puedo negar que estaba ahí.

Y es, pues, justamente algo de una complexión mistiquísima, una idea fuera de cualquier comprensión humana o extranjera. El horror que implica el tema se intensifica paulatinamente, dejando helado al más ducho de los historiadores y al más inverosímil de los chamanes. No me refiero nada más ni nada menos que al aliciente de la carrera de pedagogía. Yo pensaba que formar mentes jóvenes era, de por sí, interesante, pero encontrándome con tal motivación para nada mundana, me quedo indiscutiblemente anonadado.

Lamentablemente, funciona tan sólo con aquéllas que habríamos de llamar femeninas o, más usualmente, mujeres. Exacto, no es algo que los hombres podamos controlar, y es que cabe afirmar que, para algunas cosas, las mujeres están más preparadas y son considerables como el blanco adecuado.

Resulta, aunque muchos no lo quieran aceptar, que las féminas, cuando profesoras, nunca pierden su dignidad de vírgenes. Y con esto no me refiero a que, en caso de que la hayan “extraviado” antes de conseguir su título, no la puedan recuperar; es tan milagroso el tema que puede devolverle el decoro a la más pecaminosa de las pedagogas.

Es, en efecto, difícil de entender cómo nuestras protagonistas, que oscilan entre la lascivia y lo angélico, pueden contar con el segundo título –segundo, pues el primero es el de profesoras –de señorita. Nos resulta tan cotidiano referirnos a la más desflorada de nuestras institutrices escolares como la “señorita Doncella”. Por supuesto, existen algunas que verdaderamente se merecen tal denominación; sin embargo, las excluidas de dicho conjunto abundan, considerándose, a su vez, a las felizmente casadas.

Todo esto es considerablemente injusto, ya que existen grandes masas de lindas damiselas guardando celosamente su castidad, lo que nos puede resultar insólito, siendo esas dichosas cada vez menos. Ahora, para que este calificativo de sobrias les sea dado a las no tan pudorosas –en efecto, las verdaderamente dignas nunca faltan –protagonistas de nuestra elegíaca historia, hemos de encontrar cierto grado de corrupción en aquéllos que las denominan como virtuosas.

No obstante, la ridiculez no termina en este punto; nuestras maestras no sólo son señoritas, sino también misses, –como si fuesen modelos, inclusive –término estadounidensemente aplicado por la falta de creatividad criolla, y es que esto nos extraña de igual manera, puesto que los peruanos somos considerados como imaginativos y emprendedores; hemos iniciado, entonces, la empresa de importar señoritas norteamericanas e instalarlas cómodamente en nuestras profesoras, labor en la que somos extremadamente diestros. Más de uno se preguntará el porqué de este fructífero negocio mercantil con los Estados Unidos; yo muy tajantemente habría de responder que el país aquel es el que fija las modas de esta índole.

Habiéndome olvidado de cierto punto importante, me siento mortificado. ¿Acaso en ese infernal país no se les dice Mrs. a las profesoras casadas, a las de avanzada edad o a las de dudoso pasado? En ese caso, ¿por qué no hacemos lo mismo? Es atroz, pues, que no sólo nos conformemos con ser alienados, hemos de expresarnos, además, alienadamente mal.

Siendo el título de educadora el importado equivalente de la fuente de la eterna virginidad, deberíamos considerar al menos un poco lo expuesto previamente, para así estancar un poco el vertiginoso progreso de nuestra estupidez. Por el momento, lo único a mi alcance es recomendar a los hombres que buscan desposar doncellas a –mejor aun –conseguirse, bajo cualquier medio, una miss propia.

viernes, 7 de septiembre de 2007

¡Silencio, que lo despiertas!

Disfrutando de un nutritivo platillo peruanamente oriental denominado Lomito saltado, y cocido con la receta especial de la familia Hurtado Ravelo –y, posiblemente, con influencias foráneas en lo que respecta a la preparación del susodicho –, se podría decir que fue servido este tema en la interminable cháchara presobremésica, es decir, en pleno arte degustativo. Y no es que sea algo que no hayamos ideado previa ni separadamente, sino es, para variar, un pensamiento del tipo que aparece y es reemplazado inmediatamente por otro considerable de mayor relevancia, pero que, a fin de cuentas, es otra de nuestras estupideces. Éste es un tema que puede resultarnos de un innecesario raciocinio, mas alguien habría de preguntárselo algún día, ¿cierto?

La premisa es la siguiente, Dios creó el mundo en seis días, según la creencia popular. Con lo poco vasto que considero mi conocimiento, al menos sé que es una idea que circula a vox populis en el farandulero ámbito de la vida cotidiana. Seis días fueron todo lo necesario para crear un universo. Teniendo en cuenta que Roma no se construyó en ocho días, seis han de parecer un terrible abuso de poder y explotación en cualquier sistema económico; sin embargo, Dios, siendo todo un emprendedor, posee su propia empresa, por lo que el exceso de trabajo es excusado únicamente por el hecho de que Él es su propio superior. Sobre la explotación divina no habré de hablar, pues el protagonista este de nuestra historia –y de más de las alguna vez imaginadas –obra de manera misteriosa y, del mismo modo, se sobrecarga y estresa. No dudo que más de uno se sentirá agradecido a Dios tras la lectura de este escrito, específicamente aquéllos que comercian con los productos para combatir el estrés. Llegaría a ser innegable, entonces, que el estrés sea sólo la egoísta creación de Dios para sentirse humano. Para el que sienta la necesidad de comprobarlo, le propongo intentar crear un universo en unas simplísimas seis jornadas.

Al darle una leidita a la linda leyenda urbana sobre la aparición de todo lo que conocemos –desde un punto de vista diferente al de Stephen Hawking, por supuesto –, podemos darnos cuenta de que hay cierta porosidad por la que gotean algunas piezas de información. Por ejemplo, bien dicen que el que habita en el penthouse creó a todos los animales en el quinto día. Todos los animales implica –a mi parecer, demasiado generalizado para cualquiera –, a los terrestres, aves, acuáticos, políticos e incluso a los dinosaurios. Ahora, si el hombre entró en escena en el sexto día, ¿tuvo acaso un encuentro cercano del tipo paleontológico? La respuesta es simple, el ser humano nunca tuvo una relación –ni menos aún, intimidad –con dinosaurio alguno. De esto se puede deducir que estos seres se extinguieron entre el quinto y el sexto día. ¿Y hace cuánto tiempo se celebró el funeral del último de los amigos de Pie Pequeño? Si mi memoria no me falla –lo que es, en extremo, probable –, en mi educación primariosa me enseñaron que fue hace 65 millones de años. No creo que haya avanzado tan rápidamente un millón más de años –aunque, considerando que ya se acabó mi vida escolar, toda la fluidez temporal es posible –, por lo que osaré utilizar las mismas fechas que emplearon mis empolvados profesores de nivel elemental. De todo esto, podemos entender que los días divinos no son más que una manera de expresarse sobre una cantidad de tiempo mucho mayor que la estadía del señor Murgia como alcalde trujillano.

Retomando las valoradísimas fábulas, y considerando estos extensísimos días laborales del cielo, Dios descansó en el día sétimo. Pues bien, todos merecemos unas vacaciones de vez en cuando tras toda una semana de frustrante autoexplotación causada por el abominable impulso de emprender excitantes travesías creativas comparables, únicamente, con aquéllas producidas por el consumo de alucinógenos. Si decimos “descansó”, significa que esa acción ya comenzó, por lo que no podríamos afirmar que nos localizamos en el sexto día. Hemos de tener en cuenta que cada día dura muchos millones de años, puesto que tenemos pruebas lo bastante contundentes como para convencer al tribunal más escéptico que nos puedan proporcionar. Si cada jornada dura tanto tiempo, ¿cuánto tiempo duró el sétimo día? Reflexionándolo un poco, podemos concluir con que no fue el tiempo necesario o, incluso, que aún no ha terminado.

Si el sétimo día sigue sucediéndose, Dios continúa con su sueño reparador; luego, no se puede percatar ni hacer nada al respecto de todos los problemas que a la humanidad amenazan, siendo ella misma uno de los principales. ¿No es más fácil entender, con lo previamente explicado, por qué la vida tiene tantas vicisitudes? Es doloroso afirmarlo, sí, pero más de uno lo ratificará. Si Dios permanece bajo un trance hipnótico, el existir cobra más razón, el sufrimiento se torna comprensible y el amor se dilata. Si Dios sigue durmiendo, hagamos silencio para evitar despertarlo.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Monólogo matutino

Es ese sonido nuevamente. Recuerdo que, cuando me regalaron ese reloj por mi cumpleaños, me gustó mucho. Era de un bonito diseño y además, azul, mi color favorito. Siempre me ha encantado ese tipo de relojes, los que son con cuerda y para mesitas de noche. Tiene dos piezas de metal en la parte superior y, entre ellas, un pequeño martillo de acero, con el que funciona como campana. Las manecillas brillan en la oscuridad y, con cada segundo que pasa, resuena aquel infame tic-tac por toda la casa. Cada noche tengo que darle cuerda; de lo contrario dejaría de funcionar y yo de despertarme temprano.

Recuerdo muy bien la escena de ese día de mi cumpleaños. Estaba toda la familia reunida, con mis abuelos y mis primos. Mi mamá había preparado otro de los manjares que hacía para las reuniones; siempre quise que cocine así todo el tiempo, pero, por alguna razón, su menú cotidiano nunca ha sido tan exquisito. Todos los invitados conversaban. Yo, por mi parte, estaba jugando con mis primos cuya edad comparto. Jugábamos “Matagente”, una práctica recreativa imprescindible para unos infantes como nosotros. Nunca fui bueno en eso, pero nunca hubo ocasión alguna en que yo me pierda de una partida del juego aquel. Entonces, apareció mi padre –muy elegante, como siempre- y nos hizo desfilar en fila india hasta el comedor. Todos se pusieron alrededor de la mesa y yo, por supuesto, en el centro, delante de la torta. Obviamente, con una familia tan… ligeramente inmensa como la mía, era imposible reunirse todos en torno a la mesa y vivir para contarlo. Sin embargo, apretados como estaban encendieron las seis velitas sobre la torta y empezaron a cantar. Hasta ahora, la percepción que tengo sobre esa letra es increíblemente vaga. Me refiero a la famosísima canción del “Happy Birthday”, por supuesto, o más bien, “Japi Berdei”, como es conocida por estos rumbos. Siempre me he preguntado el porqué de esa canción en el país. Siendo una república hispanohablante y teniendo la posibilidad de cantar la no tan popular “Porque es un buen compañero”, resultamos siempre con la melodía aquella, que de melodiosa no tiene nada, de armónica, menos, y de inglés, peor. Por eso prefería las grabaciones de la canción que tienen las animadoras en sus discos, junto a las tonaditas de “Barni” y las de las películas de “Dysney”; aquéllas reproducidas de una manera medianamente aceptable y con un inglés para nada bueno, pero mucho mejor que el de las mamás y las tías que siempre dan la voz en dicha canción grupal. Y, sin más preámbulos, dieron inicio a su hecatombe, sin darnos opción para prepararnos para la guerra musical que nos tocaba vivir ese día. Nunca he sabido qué es lo que se supone debe hacer el festejado durante esa suerte de marcha fúnebre, pero yo, como buen niño de seis años ignorante de las costumbres relativas a mi onomástico, era de los que prefería aplaudir y ver a los demás mientras entonaban la canción que sus padres les habían enseñado, y que bien podría tener algún mensaje subliminal relativo al demonio, al uso de drogas o, en todo caso, a los dos. Yo estaba, como siempre he estado y estaré, preocupado por las velas que se derretían paulatinamente, dejando un rastro considerable de cera sobre mi preciada e inocentísima torta. Hacía pocos días me había quemado con cera durante un apagón. Tuve que movilizar una vela blanca en mi mano; lamentablemente, estaba encendida y mi mano en una posición ideal para recibir las secreciones blanquecinas de la vela. Por todo esto, podía comprender los sentimientos de mi torta, cuyo martirio habría de terminar después de aquella presentación de Heavy metal o, como había oído en la televisión, después de que cante la gorda. Y, habiendo muchas damas con tales características en la reunión, no pude evitar que mi rostro dibujase una sonrisa. Finalizando con ese afrodisíaco despliegue de talentos, me dijeron que apague las velas y que pida un deseo. Mi deseo fue, por supuesto, poder apagar todas las velas de un solo intento. Desafortunadamente, las velitas eran del tipo que se vuelve a encender, por lo que tuve que tratar varias veces más para apagarlas y, por consiguiente, tuve que esperar un largo año para poder pedir otro deseo. Entonces, empecé a preocuparme por la veracidad de mi profecía. Tenía el presentimiento de que habría de llevarse a cabo esa misma noche. Mi madre tomó un cuchillo de la cocina y caminó lentamente hacia mí. Su mirada fulminante me dejó paralizado mientras ambos esperábamos el fin. Los espectadores empezaron a hacerle vítores, como si estuvieran desesperados por presenciar aquella sangrienta escena. Todos teníamos los ojos puestos sobre ella y su letal arma hasta que, intempestivamente y con tal número de testigos, bajó el cuchillo y cometió ese crimen. Yo no pude soportarlo. Caí a los pies de mi progenitora, quien tan rápidamente como ejecutó tal atrocidad, me sentó en un sillón. No me podía calmar, sentía un terrible dolor en el alma que no habría de atenuarse con juguito de manzana ninguno. Un rato después, llegó mi mamá; pero no estaba sola, se encontraba con mi gran amiga o, mejor dicho, con un pedazo de ella. Fue un hermoso reencuentro, pero no duró mucho, pues no me tardé en terminar mi tajada de torta. Lo sentía mucho por ella, pero era su culpa por estar tan sabrosa.
—Ahora los regalos— dijo mi papá —Ya es tarde y Sebas tiene que irse a dormir—. No tuve inconveniente alguno en esa parte de la ceremonia. Es más, era mi parte favorita. El primer regalo fue un champú; luego vino una infinidad de polos y, después de repetir un millar de veces que no me gusta que me regalen ropa, vino el regalo de mis padres. Estaba envuelto en papel de regalo verde y tenía un lazo rojo. Ignorando la similitud con la decoración navideña, lo abrí. Era un reloj de cuerda; el que había visto en la repisa de esa tienda del centro de la ciudad y que incansablemente había pedido a mis padres. Me gustó tanto el regalo que me despedí rápidamente de todos los invitados y me dirigí hacia mi habitación. Lo puse a la hora, le di cuerda y lo coloqué sobre mi mesita de noche, sobre la que sigue hasta el día de hoy.

lunes, 27 de agosto de 2007

El corazón es para el anticucho

Antes de empezar con mis estupideces, me siento moralmente obligado a revelar cierto fragmento de información. Si bien no es la gran cosa, es algo de suma importancia para el desarrollo de este debate unipersonal. Sin más preámbulos, he aquí lo prometido, algo que ha de cambiar la vida de más de uno: me gusta más el anticucho de corazón que el de molleja.

Hoy mismo, en lugar de hacer lo que de verdad debería haber estado haciendo –en realidad, estaba oyendo misa, aunque suene extremadamente raro tratándose de mí; era por el aniversario de muerte de mi bisabuela, algo a lo que no podía faltar –y saliéndome, para variar, de mis pensamientos ordinarios, aproveché el sermón para poner mi mente en blanco y dejar que se llene, paulatinamente, de pensamientos. Como era de esperarse –ya que este escrito es la viva prueba de lo que voy a decir –, se me ocurrió algo –a decir verdad, dos algos –que me pareció interesante, pero que ya hube pensado con anterioridad. ¿Tiene algo que ver el corazón con los sentimientos?

Analicemos algunos de sus usos, empezando por el de “es una persona de buen corazón”. Esta expresión está muy relacionada con “ser todo corazón”, así que supondré que significan lo mismo. Cuando una persona es de “buen corazón”, significa que ésta posee positivas intenciones y/o sentimientos agradables. Partiendo de esto, somos capaces de decir que las personas que gozan de problemas cardíacos no podrían siquiera soñar con tener buenos sentimientos. Lo siento mucho por ellas, pero no se pueden enfrentar a la verdad. Así que, la próxima vez que veamos a una persona cuyo corazón no tiene un funcionamiento óptimo, hemos de atacarlas sin vacilar, puesto que, sin sentimientos ni emociones buenas, no cabe la opción de que aporten algo positivo al mundo. Luego, la gente con problemas cardíacos ha de desaparecer.

Vayamos al siguiente punto: “te has metido en mi corazón”. ¿No lo hemos dicho más de una vez, acaso? No sé si para mis lectores, pero al menos para mí, suena como una intención de secuestro. No puedo entender cómo nos tomamos tan tranquilamente esa frase cuando nos la expresan. ¿Y qué habría de decir para evitarme problemas penales? Muy simple: “te quiero” o “nunca te olvidaré”. Claro que no es tan fácil decir eso como la metáfora antes expuesta.

Tengo la corazonada de que redactar este ensayo va a tomar más tiempo del que pensé. Ahora, ¿qué diablos es una corazonada? Según la confiabilísima RAE, esa palabra significa “presentimiento”, incluso se podría aplicar como “intuición”. Esto sí que se presenta difícil de explicar. Yendo por el sendero de “intuición”, hemos de pasar por el “tercer ojo” o el aclamadísimo “sexto sentido” –Exacto, I see dead people –. Es una lástima el no tener a Haley Joel Osment a la mano para que nos aclare esta idea, por lo que me veo forzado a hacer mi mejor esfuerzo. En mi corta vida, no he escuchado ni una sola vez de alguien cuyo “tercer ojo” se localice en su corazón. A mi criterio, el lugar más apropiado para tal mítica creación sería la frente, pero eso depende del vidente al que frecuentemos.

Vayamos ahora a un terreno más polémico, ¿qué significa “tener el corazón blando”? Que sepa yo, se dice eso cuando uno se refiere a alguien que se conmueve fácilmente. No sé si esto sucede al resto de la especie humana, pero yo me conmovería al punto de las lágrimas si alguien presionase mi corazón para probar su blandura. No es algo que quisiera experimentar, a decir verdad. Me parece mejor decir que “tengo el corazón duro/frío” o que “no tengo corazón”. Sí, sí, lo sé, existen aquéllos que disfrutan de las experiencias extremas, así que les propongo un nuevo deporte: prueben que tienen el corazón blando. Claro que sería una actividad que no se puede realizar sin contar con el equipamiento quirúrgico pertinente.

Una vez, vi una película tan triste que me llegó a tocar el corazón. Lo digo con el corazón en la mano, fue sumamente doloroso. Por supuesto que es mucho más sencillo efectuar tal procedimiento para las personas a las que no les cabe el corazón en el pecho. Ésa es, como era de esperarse, una expresión que se refiere a aquéllos con tal grado de obesidad que no tienen lugar siquiera para el mediastino. Exacto, no hay lugar para un vacío, eso ocurre a veces. A los previamente mencionados, les recomiendo ejecutar una efectiva dieta o someterse a un proceso de liposucción.

Pensar que no era suficiente “meter a alguien en el corazón”, ahora resulta posible aun “llevar a alguien en el corazón”. Aquello solía ser un tema tabú; sin embargo, ya no lo es más. Vemos casos como éste en la televisión todo el tiempo. ¿No se nos hace usual acaso el que una persona nazca con un feto dentro suyo? No es nada del otro mundo, pero en la situación de que alguno de mis lectores lleve a alguien dentro de sí, le recomiendo tomar las precauciones del caso.

Retomando el tema original, ¿qué tiene que ver el corazón con los sentimientos? ¿Nosotros sentimos con el corazón? Ése es un gran error que todos cometemos, el corazón en las sensaciones y sentimientos es algo secundario. Todo lo previo depende del sistema nervioso, mas no del corazón. Uno no ama con el corazón, lo hace con la mente o, al menos, con la columna vertebral. Que éste empiece a latir como si no hubiese mañana es, únicamente, hechura de la adrenalina o, abreviando, producto del conjunto de neuronas ese.

Prestemos atención, ahora, al corazón del asunto. ¿Cuál es la relación entre el corazón y el alma? La respuesta es simple y, a la vez, compleja: todo y nada. Un yerro muy común es tomar ambas palabras como sinónimas, no teniendo éstas nada en común. Mientras que el corazón es algo extremadamente objetivo –no hay nada más concreto que algo que podemos tocar –, el alma es un tema sumamente abstracto, relacionado con los sentimientos –atribuidos por nosotros al mismo cerebro, culpable también de crímenes como la memoria –.

Es aquí donde viene la parte práctica: ¿qué hacer ahora? No es nada duro de responder, simplemente dejemos de utilizar aquellas desatinadas y erradas metáforas que toman al corazón como un dios neoevista alternativo. Es sólo cosa de recordar que el corazón es para el anticucho y que, cuando ingerimos uno de éstos, no nos estamos devorando los sentimientos de una pobre res.

viernes, 24 de agosto de 2007

La belleza es roja

Joaquín era un pequeño que vivía en las afueras de la ciudad. Su existencia consistía, como todo niño que no tiene contacto con el monstruo de cemento, en jugar con sus amigos y sonreírle a la vida. Con sus efímeros nueve años, Joaquín ayudaba a su padre en las labores del campo, ya que pertenecía a su familia una minúscula chacra que les servía para su sustento. Su madre, una joven que quedó embarazada en su mocedad, se encargaba de criar uno que otro animalito, ya sea para su consumo o para comerciar con él. Joaquín no podía estudiar. Bien sabía que, siendo el mayor de siete hermanos, estaba en la obligación de trabajar para mantener a su alegre familia. Si embargo, más de una vez vio a sus amiguitos saliendo de la escuela, ubicada a unas cuadras de su improvisado hogar, y comentando lo poco entretenida que era. Eso no le importaba a Joaquín, él quería aprender aunque la educación no tuviese propósitos lúdicos. Joaquín estaba sumamente interesado en estudiar, pero sabía que no lo podía hacer. Mis hermanitos van primero, decía. Esto causó, con el pasar del tiempo, una suerte de frustración en el pequeñito.

-¿Por qué mis amigos pueden ir a clases y yo no?- Le preguntaba a su mamá, obteniendo como respuesta un desalentador suspiro o un “no se lo vayas a decir al papá”. Caso error, cuando se le menciona a un niño sobre un tema con cierta mística como el anterior, éste intentará resolver, por mero instinto infantil, el misterio del “¿qué pasará?”. Lo que sucedió después era de esperarse, el pobre Joaquín recibió una sonora paliza por la simple indiscreción de formular esa infame pregunta a su papá. Naturalmente, el niño nunca supo qué hubo hecho mal. Nunca se imaginó que su progenitor atacaba con la misma interrogante cuando tenía su edad. Las golpizas eran las mismas, el mismo dolor, las mismas lágrimas ya usadas. El padre sabía que se estaba apaleando a sí mismo. Su consuelo era saber que la culpa no era suya, la culpa era de Joaquín por decir tales estupideces, o al menos eso le había enseñado su papá. Al menos, lo tranquilizaba un poco el considerarse misericordioso; su padre nunca se detuvo, el dolor no le era suficiente, la histeria tampoco resultaba efectiva, ni las lágrimas, las súplicas, la risa ni la sangre. Se sentía un hombre realizado al golpear a su hijo, ya que su viejo le confió en varias ocasiones un sabio consejo: “Hijo, hoy te sientes triste, pero el día en que golpees al fruto tuyo y de tu mujer, cuando ese día llegue, serás un hombre de verdad”. Y así era como se sentía, todo un ser humano. Joaquín siempre se quiso apreciar como un adulto. Su abuelito tenía la razón, puesto que era un ente muy conocedor del medio.

El pequeño siguió preguntándose –ya no públicamente, claro –por qué los demás podían y él no. No era un lisiado, su cuerpecito estaba completo, al menos hasta donde sabía. ¿Los demás se merecían más que él? ¿Habían pasado por las mismas atrocidades? ¿Habían trabajado tan arduamente? En absoluto, era sólo que tuvieron la suerte de nacer en otra cuna, una que no era a base de cartón ni que olía a basura. Eso no era justo, Joaquín lloraba de rabia porque era el único así.

Pasaron los años y Joaquín se volvió un adolescente. Más de uno de sus hermanitos habían perdido la vida por causa del hambre. Eso era bueno, ya no tenía que encargarse de ellos. Así que se fue a la ciudad en busca de mejores oportunidades. Sus padres, orgullosos, lo suplieron con materiales que siempre necesitaría: una colcha, una pequeña navaja y tres soles. ¡Tres soles! Joaquín estaba extasiado, era la mayor cantidad de dinero que sus manos tocaron algún día.

El adolescente puso el primer pie en el cemento, era una situación totalmente nueva para él y sabía que determinaría su futuro. Tenía muchas ansias de éxito. Mientras caminaba, no pudo desviar la vista de su fortuna ni por un momento. Lo que sentía era algo que pocos seres humanos han experimentado: júbilo. Su alegría era tal que no lo vio venir. Ciertamente, nunca se pudo explicar qué le hubo sucedido. Lo único que veía era rojo; le recordaba a aquellos días de las palizas y de las preguntas sin sentido. Podía ver claramente el rostro de su padre sonriéndole. Pero Joaquín no se sentía bien, no por el dolor, sino porque ese horrible pensamiento le llegó a la mente. Nunca llegaría a ser un hombre. ¡Nunca! Quiso llorar, pero no pudo. Lo único que lloraba era rojo, lo único que gritaba era rojo, y lo mismo iba para lo que oía y palpaba: rojo y más rojo.

Un transeúnte se le acercó. Lo miró como si fuese un bicho raro, y se agachó hacia él. Ya no le importaba a Joaquín, en su mente sólo había rojo. El individuo se sentía asqueado, pero sus acciones valían la pena. Después de mucho vacilar, cumplió con lo que hubo pensado. Lo hizo y se marchó, contento con sus tres sanguinolentos soles. Los gallinazos se avecinaban y la sangre se esparcía. Joaquín tuvo una roja visión de cómo se sentía ser un adulto y esbozó su última sonrisa al pavimento, también rojo, por supuesto.

jueves, 23 de agosto de 2007

Pidiendo a Dios

Este es un tema que, a decir verdad, me pareció muy interesante cuando cruzó por mi mente hace unos días. Todo el mundo sabe que la raza humana no respeta a Dios, eso es tácito. La idea es algo diferente.

¿Quién no se encomienda a Dios de vez en cuando? Nosotros -o muchos de nosotros- oramos muy a menudo, conversamos con Dios, la interminable cháchara diaria sobre nuestro día o nuestras metas en mente. A la vez, le agradecemos por los favores cumplidos y, ¿por qué no?, le ofrecemos algo a cambio; nos conviene que nos ayude y, como es de esperarse, a Él le conviene que le ayudemos. Otro punto infaltable en dicha conversación es -y ocurre porque es imposible resistirse a la tentación de hacerlo-, las peticiones del día. "Señor, te pido por la salud de mi familia", "por lograr esto", "para que mi esposa no se entere", etc. Y es que no forma parte de la naturaleza humana el ser divinamente desprendido y no pedir nada a cambio de prestarle un poco de atención a Dios.

El punto viene ahora, ¿no se nos viene a la mente y luego a la boca, acaso, después de nuestros reclamos -ya sean matinales, vespertinos o noctámbulos- el celebérrimo y ya prostituido "Pero Señor, que se haga tu voluntad"? Bien lo pensamos y bien lo decimos. Recapacitando un poco, hacía unos cuantos segundos, pedimos por nuestras intenciones y, de repente, aparecemos con que queremos que se cumpla la voluntad divina. La mayoría de veces, empero, lo que Dios quiere es el extremo opuesto de nuestras pretensiones. De esto se puede deducir, únicamente, que contrariamos los planes del Supremo. Ahora, ¿por qué lo haríamos? ¿No repetimos siempre que lo que Él hace está bien, sin importar las circunstancias? ¡Por supuesto que está bien! ¡No hay creyente con fervor mayor que el mío!

Duda no cabe al decir que Dios se desvive para lograr que nosotros vayamos por el camino moral, es decir, es nuestro Pepe Grillo. Luego, sus decretos y acciones son lo más correcto que puede existir en el Universo. Entonces, ¿por qué vamos en contra de sus ideales? Claro, claro, no queremos que nuestros seres queridos sufran -mas bien, no queremos verlos sufrir-, ni queremos desaprobar aquel curso tan odiado -se me viene a la mente Gestión Empresarial-. Lo de ganar la lotería es un tema totalmente alterno, es un simple pensamiento peregrino que se me viene a la mente una y otra vez, pero vago e inestable, después de todo. Sin embargo -y lamentablemente-, a veces, Dios tiene otros planes para estas cosas. Parece lamentable, pero es, innegablemente, lo correcto o, al menos, lo más propicio, decente o atinado. Del resto de la disertación se encarga el de arriba.

Bueno, si seguimos con la idea de que contrariamos los ideales de Dios, podemos llegar a la que dice que lo que Él tiene en mente no nos parece lo correcto. En caso de que no sea lo correcto, Dios habría, evidentemente, errado. ¿Equivocarse, Dios? ¡Imposible! Podríamos, de la misma manera, llegar a aconsejar al celestial, que sería lo mismo que confirmar su yerro. Dios en un error equivale a que Dios no es perfecto -la perfección no admite fallas o, más aplicablemente, imperfecciones- y, peor aún, si Dios se ha equivocado, entonces nosotros tenemos la razón -sobre este único punto, por supuesto-. Luego, el hombre es, en algunas cosas, más sabio, más habilidoso, mejor preparado, más creativo, ¡más moral! que el mismísimo Tucuiricui divino, que es, según las ideas previas, imperfecto.

Ahora, bajándonos de nuestra nube, nos daremos cuenta de que nuestro razonamiento es erróneo. Exacto, el virus de la falacia se ha insertado tan discretamente que no nos hemos dado cuenta del chiste ese. Pero, ¿dónde? Desde el comienzo, como era de esperarse. Tomando en cuenta lo que siempre se nos ha enseñado, Dios es perfecto, ¿cierto? Entonces, no se puede equivocar, ¿y qué? Pues bien, los que fallamos fuimos nosotros. Y fue en el punto más simple de nuestro razonamiento: en la petición. Nosotros habíamos pedido por nuestros fines egoístas -aunque parezcan, de vez en cuando, filantrópicos-. De esto, podemos concluir con que pedir para nosotros está mal, ya que estamos diciendo que la voluntad de Dios no puede estar en un error.

¿Qué hacer ahora? Muy simple, en nuestra próxima oración -y la consecuente petición-, digámosle con total certeza y humildad algo como "Señor, yo sé que sabes lo que estoy pensando -que resulta ser, para un yo muy subjetivo, lo que de verdad quiero-, pero no me hagas caso; yo quiero que se cumpla lo que tú quieres. -Es aquí donde va la conocida frase- Que se haga, sola y únicamente, tu voluntad, no la del miserable mortal que te dirige estas palabras; porque Tú puedes ahondarte en mis verdaderos pensamientos y saber qué es lo que de verdad quiero. Tú y nadie más".

Como era de esperarse, también podríamos llegar a la conclusión de que somos nosotros los que estamos en lo correcto. Somos libres de pensar lo que nos plazca, pero eso forma parte de otra disertación.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Discurso maéstrico

Hoy es un día especial para todos nosotros o, al menos, debería serlo. Si bien hoy no es el viernes 06 de julio, en esta ocasión, celebramos, una vez más, el día del maestro sanjosefino. Es éste el momento de arrojar flores a los pies de nuestros queridos profesores y, por supuesto, de colocarles la memorabilísima alfombra roja. A decir verdad, no lo es. La esencia de esta fecha no es el festejar ni el regocijarse, sino el compartir, en este breve plazo, con estos celebérrimos personajes. Si se dice que el colegio es nuestro segundo hogar, ¿no sería lógico, entonces, que los profesores sean nuestros segundos padres? ¿No son ellos quienes nos han llevado de la mano por tantos años y conducido por el camino más adecuado, eso esperamos, a su parecer? Son ellos, pues, quienes apoyaron a nuestros padres a engendrarnos intelectualmente, son ellos también quienes cuidan de cerca nuestro desarrollo y quienes están dispuestos a brindarnos su ayuda desinteresada. Es por eso que el único día comparable al del maestro es el del padre.

Ahora, si es que hay alguien a quien debamos estar agradecidos en nuestra época escolar, ese alguien o, en este caso, esos álguienes son ustedes, nuestros maestros. Ustedes han pasado por tantas experiencias con nosotros, han reído a nuestro lado y se han enfadado también. Hoy los invitamos a dejar de lado lo negativo, los estereotipos, cualquier cosa que no les agrade; hemos tenido nuestros malos momentos, sí, pero guardarlos no hace más que destruirnos por dentro; recuerden las buenas experiencias con nosotros, las grandes alegrías, los paseos, los viajes, las expoferias; piensen en todo su tiempo invertido en nosotros. Son ustedes quienes lo han usado. Nos moldearon como mejor les pareció moralmente. Muchos darían lo que fuere por recibir una enseñanza como la nuestra, encaminados por ustedes, tan experimentados pedagogos, guías en la teoría y diestros en la práctica. No somos más que su creativa obra, ni podemos hacer más que poner en práctica lo que nos han enseñado, su camino idóneo por la vida. Quiero que sepan que no los defraudaremos, continuaremos por la vida como ustedes lo desean. Caeremos y nos levantaremos, nunca cabizbajos y siempre optimistas. Lograremos ser alguien, destacaremos entre la especie humana. Conquistaremos todo y crearemos metas para conseguir. Todo gracias a ustedes, quienes nos motivan, día a día, a seguir adelante, quienes nos muestran una sonrisa aunque no se encuentren contentos, quienes nos convierten en el foco prendido en el letrero malogrado. Todo es por su culpa y gracias a ustedes. Y, frente a tanto agradecimiento, me atrevo a pedirles una cosa: Sigan formando personas con tanto ahínco como lo hacen con nosotros. No se atrevan a retroceder, pues rendirse es cosa de cobardes, y esa palabra no ha de estar en su léxico. Su trabajo no es uno más en el saco, de ustedes depende una nación. Sigan sembrando con las mismas esperanzas, y no habrá momento en su vida en el que no se sientan los seres más felices del mundo. Gracias por todo y feliz día del maestro. Los quiere, la Promoción XLVII.

Era una grandiosa vista

Era una grandiosa vista. El anaranjado sol se ocultaba lentamente en el gran mar. Había muy pocas nubes, pero todas ellas llevaban un sublime color anaranjado pálido, haciendo una suerte de juego natural con el sol, al que rodeaban, sin llegar a opacar su irracional belleza.

Había un increíble silencio humano. No podía escuchar ni ver automóvil ninguno. Sólo se escuchaba el amplio mar, la brisa, los peces, la arena.

Mientras me acercaba más al mar, más maravillado aún me quedaba de tal escena. Una suave brisa rozó mi cara, no se sentía cálida ni fría, sólo agradable y fresca. Pequeños cangrejos recorrían la arena con su peculiar manera de andar. Algunos se escondían al verme, otros seguían su camino indiferentemente.

Luego miré el mar. El océano también formaba parte de este paradisíaco paisaje. El sol se reflejaba en él, haciendo que tome un bello color escarlata. En el agua cristalina se apreciaban algunos peces preparándose para la jornada nocturna. No se veía ola alguna, solamente unas pequeñas ondas acuáticas que humedecían mis pies descalzos a duras penas. El agua no se sentía tampoco helada, como siempre, más bien, se sentía tibia, como la de un día muy caluroso de verano. Era una sensación bastante extraña para tratarse del mar, pero no podía pedir más de la naturaleza ni del momento que estaba viviendo.

Volteé mi cabeza para ver si encontraba a alguien. Era justo como había pensado; nadie interrumpía este momento especial. En cualquier otra ocasión me habría gustado tener la compañía de alguien. Sin embargo, el instante era demasiado perfecto para compartirlo con otro ser humano. Me sentía jubiloso de estar rodeado de tanta belleza. Hacía ya mucho tiempo desde que no experimentaba algo así. Un momento con la naturaleza; habría vendido mi alma por un mínimo instante así y, sorprendentemente, lo conseguí totalmente gratis, como todo debería ser.

Tampoco me lamenté por no tener una cámara fotográfica cerca. Aunque una vista así sería el sueño de todo fotógrafo, me parecía que una fotografía habría de arruinar el momento, la magia, el sentimiento.

Finalmente me decidí a tomar asiento. No necesité apresurarme para apoyarme en la arena. Ésta se sentía fría, pero, de algún modo, lograba un balance con el agua tibia. En absoluto me importó que el agua moje mi pantalón; no me tomaría mucho trabajo cambiármelo. Mis pies tocaban la arena, y el agua tocaba mis pies. Una corta brisa me hizo sentir la frescura de inicios de verano. Levanté mi cabeza y logré ver la primera estrella de la noche. Había una sola, pues las anaranjadas nubes opacaban al resto. No recuerdo bien qué pensé en ese momento, pero debió de ser algo relacionado con el paisaje, pues al instante bajé la mirada y vi al mar escarlata hasta que se tornó azul. Ya era de noche y yo me encontraba en el paraíso.

"Loco" por ella

El día de ayer, estando dispuestos a salir de una librería del centro de la ciudad, vimos dos chicas caminando de una manera ligeramente desesperada y, lamentablemente, disfrutamos de igual modo del tropezón de una de las susodichas. Stephani, por supuesto y como por todo, no pudo soportar la risa y, aunque lo ideal habría sido que esbozase una sonrisa, soltó, la muy cándida, unas imprudentes carcajadas.

El problema fue, principalmente, el desatino ejecutado por la chica waa, pues éste atrajo la atención del drama andante que causó la previa huida de las damas de la caída. El sujeto que, sin duda alguna, gozaba de mejor salud mental que más de uno de los presentes, se interesó impulsivamente en la blanquiñosa. Pasó primero, sin embargo, por Javier, quien se había quedado paralizado del susto y que, en su deficiente movilidad, le aceptó uno de sus evangélicamente pagables separadores de hoja. Ana Patty y yo tuvimos una mejor decisión al colocarnos discretamente en la esquina opuesta a nuestro amigable atacante.

El individuo siguió, sin dar lugar a vacilaciones, con su camino hacia Stephani, descubriendo en ella una timidísima y extremadamente asustada faz, aunque adorable y de provocaciones románticas para nuestro invitado. De repente, y en lo posible en el negocio de diez metros cuadrados, ella corrió hacia otra esquina y, en su horror, escondiose detrás de lo más cercano que encontró, esto es, una cartulina con el mapamundi impreso. Su escudo no le sirvió de mucho, pues su amor platónico podía verla, conversar con ella y atacarla con toda la facilidad del mundo. Eso es lo que hizo, justamente. Con la fluidez que su habilidad lingüística le permitía, nuestro amigo entabló una conversación con nuestra impactada damisela. La cháchara se sucedió más o menos de esta manera:

– ¡No! Aléjate de mí.
– No te quiero hacer daño.
– ¡No, no! ¡No quiero nada!
– No te asustes, yo sólo te quiero dar mi tarjetita.
– ¡No, por favor! ¡Waa!

La dueña de la tienda, tras aquel incomprensible intercambio de palabras, mandó a uno de sus sicarios a exiliar al indeseable. De paso, se tomó la molestia de efectuarnos la misma petición, siendo nosotros los indeseables en esta oportunidad. Javier húbole devuelto el separador, claro está, pero aún no podíamos retirarnos debido a la cercana locación del pretendiente de la soprano. Esperamos un largo tiempo, mas el momento de salir hubo de llegar.

No es una experiencia que hayamos de comentar en nuestra senil decadencia, pero al menos, es algo de los que nos podamos reír cuando terminen nuestros gloriosos días escolares. Demasiado tarde, ya lo estamos haciendo.