Caminó un poco, asustado, por la negrura del paisaje, hasta que estuvo lo suficientemente cerca de la luz como para poder ver con más claridad. Lo que percibía, sin embargo, no le era del todo agradable; el animalito no estaba acostumbrado a tales visiones. Poco a poco, empezó a darse cuenta del lugar en el que se encontraba: era una pequeña sala con piso de tierra y mínimos adornos, no faltaban cuadros con fotos de gente que no reconocía. Había también un grupo de pedazos de madera a manera de mesa, y, al costado de ésta, una rústica mecedora en continuo movimiento. Al gato no le parecieron importantes aquellos muebles, pero no tardó en notar un objeto menudo que le resultó familiar: era una bola de lana. De lo que había guardado silencio hasta ese instante, el gato corrió bulliciosamente hacia el estambre y ¡marramau!, se abalanzó sobre él.
Estuvo jugando así por un tiempo, hasta que notó que su juguete se conectaba con algo que se encontraba arriba; inclinó un poco su cabeza y pudo ver una anciana sentada en la mecedora, tejiendo una chompa. Esta prenda se encontraba sucia, con pequeños orificios en el tejido y con un aparentemente largo lapso para que sea terminada. La viejita se mecía totalmente concentrada en su labor. El animal maulló. La abuela se sorprendió al oír tal ruido, y decidió bajar la vista. Miró al felino a los ojos, y éste pudo ver a través de su carne. Permanecieron un momento en silencio, luego cada uno volvió a sus actividades, y dejaron de inmiscuirse en la vida del otro.
La anciana advirtió un collar en el cuello del gato y pensó que había de pertenecer a alguien; a alguno de sus nietos, tal vez; ella lo ignoraba, nunca llegó a conocerlos. Lentamente, detuvo su silla móvil –sin poder evitar una sonora respuesta de su quejumbrosa mecedora–, estiró un brazo y asió una tacita llena de leche. Con prudencia, bajó la susodicha hasta donde se encontraba su huésped, y, con una sonrisa de "gatito, ¿tienes hambre?"
Pasaron las horas, mas la habitación no dejaba de ser tan lúgubre. Llegó un momento en que el animal se cansó de tanto juguetear y se recostó sobre las medias parchadas de la anciana. Se podía sentir cómo se le escapaba la vida. Poco después, ambos cedieron ante un profundo sueño.
Despertaron y se encontraron a oscuras ante la menguada luz del foco para tejer que, mal instalado, colgaba del techo. No se escuchó el abrir ni el cerrar de la puerta de la morada, pero era seguro que alguien había entrado. Era un niño bien vestido –una camisa con hilos de oro se quedaría corta frente a la ropa que llevaba el pequeño– y pulcrísimo al punto de inmaculado, el minino lo reconoció y maulló para saludarlo. Éste le sonrió, miró alrededor y, al no ver nada, se preocupó por el bienestar de su mascota. Indiferente al despoblado en el que se encontraba ésta, el niño caminó hasta el centro de la estancia, tomó al gato en brazos y salió, atravesando la puerta invisible, hacia la luz de la mañana a la que estaba acostumbrado.
La anciana de la mecedora siguió ahí, meciéndose y tejiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario