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Bienvenido a Daily Planet

Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

lunes, 27 de agosto de 2007

El corazón es para el anticucho

Antes de empezar con mis estupideces, me siento moralmente obligado a revelar cierto fragmento de información. Si bien no es la gran cosa, es algo de suma importancia para el desarrollo de este debate unipersonal. Sin más preámbulos, he aquí lo prometido, algo que ha de cambiar la vida de más de uno: me gusta más el anticucho de corazón que el de molleja.

Hoy mismo, en lugar de hacer lo que de verdad debería haber estado haciendo –en realidad, estaba oyendo misa, aunque suene extremadamente raro tratándose de mí; era por el aniversario de muerte de mi bisabuela, algo a lo que no podía faltar –y saliéndome, para variar, de mis pensamientos ordinarios, aproveché el sermón para poner mi mente en blanco y dejar que se llene, paulatinamente, de pensamientos. Como era de esperarse –ya que este escrito es la viva prueba de lo que voy a decir –, se me ocurrió algo –a decir verdad, dos algos –que me pareció interesante, pero que ya hube pensado con anterioridad. ¿Tiene algo que ver el corazón con los sentimientos?

Analicemos algunos de sus usos, empezando por el de “es una persona de buen corazón”. Esta expresión está muy relacionada con “ser todo corazón”, así que supondré que significan lo mismo. Cuando una persona es de “buen corazón”, significa que ésta posee positivas intenciones y/o sentimientos agradables. Partiendo de esto, somos capaces de decir que las personas que gozan de problemas cardíacos no podrían siquiera soñar con tener buenos sentimientos. Lo siento mucho por ellas, pero no se pueden enfrentar a la verdad. Así que, la próxima vez que veamos a una persona cuyo corazón no tiene un funcionamiento óptimo, hemos de atacarlas sin vacilar, puesto que, sin sentimientos ni emociones buenas, no cabe la opción de que aporten algo positivo al mundo. Luego, la gente con problemas cardíacos ha de desaparecer.

Vayamos al siguiente punto: “te has metido en mi corazón”. ¿No lo hemos dicho más de una vez, acaso? No sé si para mis lectores, pero al menos para mí, suena como una intención de secuestro. No puedo entender cómo nos tomamos tan tranquilamente esa frase cuando nos la expresan. ¿Y qué habría de decir para evitarme problemas penales? Muy simple: “te quiero” o “nunca te olvidaré”. Claro que no es tan fácil decir eso como la metáfora antes expuesta.

Tengo la corazonada de que redactar este ensayo va a tomar más tiempo del que pensé. Ahora, ¿qué diablos es una corazonada? Según la confiabilísima RAE, esa palabra significa “presentimiento”, incluso se podría aplicar como “intuición”. Esto sí que se presenta difícil de explicar. Yendo por el sendero de “intuición”, hemos de pasar por el “tercer ojo” o el aclamadísimo “sexto sentido” –Exacto, I see dead people –. Es una lástima el no tener a Haley Joel Osment a la mano para que nos aclare esta idea, por lo que me veo forzado a hacer mi mejor esfuerzo. En mi corta vida, no he escuchado ni una sola vez de alguien cuyo “tercer ojo” se localice en su corazón. A mi criterio, el lugar más apropiado para tal mítica creación sería la frente, pero eso depende del vidente al que frecuentemos.

Vayamos ahora a un terreno más polémico, ¿qué significa “tener el corazón blando”? Que sepa yo, se dice eso cuando uno se refiere a alguien que se conmueve fácilmente. No sé si esto sucede al resto de la especie humana, pero yo me conmovería al punto de las lágrimas si alguien presionase mi corazón para probar su blandura. No es algo que quisiera experimentar, a decir verdad. Me parece mejor decir que “tengo el corazón duro/frío” o que “no tengo corazón”. Sí, sí, lo sé, existen aquéllos que disfrutan de las experiencias extremas, así que les propongo un nuevo deporte: prueben que tienen el corazón blando. Claro que sería una actividad que no se puede realizar sin contar con el equipamiento quirúrgico pertinente.

Una vez, vi una película tan triste que me llegó a tocar el corazón. Lo digo con el corazón en la mano, fue sumamente doloroso. Por supuesto que es mucho más sencillo efectuar tal procedimiento para las personas a las que no les cabe el corazón en el pecho. Ésa es, como era de esperarse, una expresión que se refiere a aquéllos con tal grado de obesidad que no tienen lugar siquiera para el mediastino. Exacto, no hay lugar para un vacío, eso ocurre a veces. A los previamente mencionados, les recomiendo ejecutar una efectiva dieta o someterse a un proceso de liposucción.

Pensar que no era suficiente “meter a alguien en el corazón”, ahora resulta posible aun “llevar a alguien en el corazón”. Aquello solía ser un tema tabú; sin embargo, ya no lo es más. Vemos casos como éste en la televisión todo el tiempo. ¿No se nos hace usual acaso el que una persona nazca con un feto dentro suyo? No es nada del otro mundo, pero en la situación de que alguno de mis lectores lleve a alguien dentro de sí, le recomiendo tomar las precauciones del caso.

Retomando el tema original, ¿qué tiene que ver el corazón con los sentimientos? ¿Nosotros sentimos con el corazón? Ése es un gran error que todos cometemos, el corazón en las sensaciones y sentimientos es algo secundario. Todo lo previo depende del sistema nervioso, mas no del corazón. Uno no ama con el corazón, lo hace con la mente o, al menos, con la columna vertebral. Que éste empiece a latir como si no hubiese mañana es, únicamente, hechura de la adrenalina o, abreviando, producto del conjunto de neuronas ese.

Prestemos atención, ahora, al corazón del asunto. ¿Cuál es la relación entre el corazón y el alma? La respuesta es simple y, a la vez, compleja: todo y nada. Un yerro muy común es tomar ambas palabras como sinónimas, no teniendo éstas nada en común. Mientras que el corazón es algo extremadamente objetivo –no hay nada más concreto que algo que podemos tocar –, el alma es un tema sumamente abstracto, relacionado con los sentimientos –atribuidos por nosotros al mismo cerebro, culpable también de crímenes como la memoria –.

Es aquí donde viene la parte práctica: ¿qué hacer ahora? No es nada duro de responder, simplemente dejemos de utilizar aquellas desatinadas y erradas metáforas que toman al corazón como un dios neoevista alternativo. Es sólo cosa de recordar que el corazón es para el anticucho y que, cuando ingerimos uno de éstos, no nos estamos devorando los sentimientos de una pobre res.

viernes, 24 de agosto de 2007

La belleza es roja

Joaquín era un pequeño que vivía en las afueras de la ciudad. Su existencia consistía, como todo niño que no tiene contacto con el monstruo de cemento, en jugar con sus amigos y sonreírle a la vida. Con sus efímeros nueve años, Joaquín ayudaba a su padre en las labores del campo, ya que pertenecía a su familia una minúscula chacra que les servía para su sustento. Su madre, una joven que quedó embarazada en su mocedad, se encargaba de criar uno que otro animalito, ya sea para su consumo o para comerciar con él. Joaquín no podía estudiar. Bien sabía que, siendo el mayor de siete hermanos, estaba en la obligación de trabajar para mantener a su alegre familia. Si embargo, más de una vez vio a sus amiguitos saliendo de la escuela, ubicada a unas cuadras de su improvisado hogar, y comentando lo poco entretenida que era. Eso no le importaba a Joaquín, él quería aprender aunque la educación no tuviese propósitos lúdicos. Joaquín estaba sumamente interesado en estudiar, pero sabía que no lo podía hacer. Mis hermanitos van primero, decía. Esto causó, con el pasar del tiempo, una suerte de frustración en el pequeñito.

-¿Por qué mis amigos pueden ir a clases y yo no?- Le preguntaba a su mamá, obteniendo como respuesta un desalentador suspiro o un “no se lo vayas a decir al papá”. Caso error, cuando se le menciona a un niño sobre un tema con cierta mística como el anterior, éste intentará resolver, por mero instinto infantil, el misterio del “¿qué pasará?”. Lo que sucedió después era de esperarse, el pobre Joaquín recibió una sonora paliza por la simple indiscreción de formular esa infame pregunta a su papá. Naturalmente, el niño nunca supo qué hubo hecho mal. Nunca se imaginó que su progenitor atacaba con la misma interrogante cuando tenía su edad. Las golpizas eran las mismas, el mismo dolor, las mismas lágrimas ya usadas. El padre sabía que se estaba apaleando a sí mismo. Su consuelo era saber que la culpa no era suya, la culpa era de Joaquín por decir tales estupideces, o al menos eso le había enseñado su papá. Al menos, lo tranquilizaba un poco el considerarse misericordioso; su padre nunca se detuvo, el dolor no le era suficiente, la histeria tampoco resultaba efectiva, ni las lágrimas, las súplicas, la risa ni la sangre. Se sentía un hombre realizado al golpear a su hijo, ya que su viejo le confió en varias ocasiones un sabio consejo: “Hijo, hoy te sientes triste, pero el día en que golpees al fruto tuyo y de tu mujer, cuando ese día llegue, serás un hombre de verdad”. Y así era como se sentía, todo un ser humano. Joaquín siempre se quiso apreciar como un adulto. Su abuelito tenía la razón, puesto que era un ente muy conocedor del medio.

El pequeño siguió preguntándose –ya no públicamente, claro –por qué los demás podían y él no. No era un lisiado, su cuerpecito estaba completo, al menos hasta donde sabía. ¿Los demás se merecían más que él? ¿Habían pasado por las mismas atrocidades? ¿Habían trabajado tan arduamente? En absoluto, era sólo que tuvieron la suerte de nacer en otra cuna, una que no era a base de cartón ni que olía a basura. Eso no era justo, Joaquín lloraba de rabia porque era el único así.

Pasaron los años y Joaquín se volvió un adolescente. Más de uno de sus hermanitos habían perdido la vida por causa del hambre. Eso era bueno, ya no tenía que encargarse de ellos. Así que se fue a la ciudad en busca de mejores oportunidades. Sus padres, orgullosos, lo suplieron con materiales que siempre necesitaría: una colcha, una pequeña navaja y tres soles. ¡Tres soles! Joaquín estaba extasiado, era la mayor cantidad de dinero que sus manos tocaron algún día.

El adolescente puso el primer pie en el cemento, era una situación totalmente nueva para él y sabía que determinaría su futuro. Tenía muchas ansias de éxito. Mientras caminaba, no pudo desviar la vista de su fortuna ni por un momento. Lo que sentía era algo que pocos seres humanos han experimentado: júbilo. Su alegría era tal que no lo vio venir. Ciertamente, nunca se pudo explicar qué le hubo sucedido. Lo único que veía era rojo; le recordaba a aquellos días de las palizas y de las preguntas sin sentido. Podía ver claramente el rostro de su padre sonriéndole. Pero Joaquín no se sentía bien, no por el dolor, sino porque ese horrible pensamiento le llegó a la mente. Nunca llegaría a ser un hombre. ¡Nunca! Quiso llorar, pero no pudo. Lo único que lloraba era rojo, lo único que gritaba era rojo, y lo mismo iba para lo que oía y palpaba: rojo y más rojo.

Un transeúnte se le acercó. Lo miró como si fuese un bicho raro, y se agachó hacia él. Ya no le importaba a Joaquín, en su mente sólo había rojo. El individuo se sentía asqueado, pero sus acciones valían la pena. Después de mucho vacilar, cumplió con lo que hubo pensado. Lo hizo y se marchó, contento con sus tres sanguinolentos soles. Los gallinazos se avecinaban y la sangre se esparcía. Joaquín tuvo una roja visión de cómo se sentía ser un adulto y esbozó su última sonrisa al pavimento, también rojo, por supuesto.

jueves, 23 de agosto de 2007

Pidiendo a Dios

Este es un tema que, a decir verdad, me pareció muy interesante cuando cruzó por mi mente hace unos días. Todo el mundo sabe que la raza humana no respeta a Dios, eso es tácito. La idea es algo diferente.

¿Quién no se encomienda a Dios de vez en cuando? Nosotros -o muchos de nosotros- oramos muy a menudo, conversamos con Dios, la interminable cháchara diaria sobre nuestro día o nuestras metas en mente. A la vez, le agradecemos por los favores cumplidos y, ¿por qué no?, le ofrecemos algo a cambio; nos conviene que nos ayude y, como es de esperarse, a Él le conviene que le ayudemos. Otro punto infaltable en dicha conversación es -y ocurre porque es imposible resistirse a la tentación de hacerlo-, las peticiones del día. "Señor, te pido por la salud de mi familia", "por lograr esto", "para que mi esposa no se entere", etc. Y es que no forma parte de la naturaleza humana el ser divinamente desprendido y no pedir nada a cambio de prestarle un poco de atención a Dios.

El punto viene ahora, ¿no se nos viene a la mente y luego a la boca, acaso, después de nuestros reclamos -ya sean matinales, vespertinos o noctámbulos- el celebérrimo y ya prostituido "Pero Señor, que se haga tu voluntad"? Bien lo pensamos y bien lo decimos. Recapacitando un poco, hacía unos cuantos segundos, pedimos por nuestras intenciones y, de repente, aparecemos con que queremos que se cumpla la voluntad divina. La mayoría de veces, empero, lo que Dios quiere es el extremo opuesto de nuestras pretensiones. De esto se puede deducir, únicamente, que contrariamos los planes del Supremo. Ahora, ¿por qué lo haríamos? ¿No repetimos siempre que lo que Él hace está bien, sin importar las circunstancias? ¡Por supuesto que está bien! ¡No hay creyente con fervor mayor que el mío!

Duda no cabe al decir que Dios se desvive para lograr que nosotros vayamos por el camino moral, es decir, es nuestro Pepe Grillo. Luego, sus decretos y acciones son lo más correcto que puede existir en el Universo. Entonces, ¿por qué vamos en contra de sus ideales? Claro, claro, no queremos que nuestros seres queridos sufran -mas bien, no queremos verlos sufrir-, ni queremos desaprobar aquel curso tan odiado -se me viene a la mente Gestión Empresarial-. Lo de ganar la lotería es un tema totalmente alterno, es un simple pensamiento peregrino que se me viene a la mente una y otra vez, pero vago e inestable, después de todo. Sin embargo -y lamentablemente-, a veces, Dios tiene otros planes para estas cosas. Parece lamentable, pero es, innegablemente, lo correcto o, al menos, lo más propicio, decente o atinado. Del resto de la disertación se encarga el de arriba.

Bueno, si seguimos con la idea de que contrariamos los ideales de Dios, podemos llegar a la que dice que lo que Él tiene en mente no nos parece lo correcto. En caso de que no sea lo correcto, Dios habría, evidentemente, errado. ¿Equivocarse, Dios? ¡Imposible! Podríamos, de la misma manera, llegar a aconsejar al celestial, que sería lo mismo que confirmar su yerro. Dios en un error equivale a que Dios no es perfecto -la perfección no admite fallas o, más aplicablemente, imperfecciones- y, peor aún, si Dios se ha equivocado, entonces nosotros tenemos la razón -sobre este único punto, por supuesto-. Luego, el hombre es, en algunas cosas, más sabio, más habilidoso, mejor preparado, más creativo, ¡más moral! que el mismísimo Tucuiricui divino, que es, según las ideas previas, imperfecto.

Ahora, bajándonos de nuestra nube, nos daremos cuenta de que nuestro razonamiento es erróneo. Exacto, el virus de la falacia se ha insertado tan discretamente que no nos hemos dado cuenta del chiste ese. Pero, ¿dónde? Desde el comienzo, como era de esperarse. Tomando en cuenta lo que siempre se nos ha enseñado, Dios es perfecto, ¿cierto? Entonces, no se puede equivocar, ¿y qué? Pues bien, los que fallamos fuimos nosotros. Y fue en el punto más simple de nuestro razonamiento: en la petición. Nosotros habíamos pedido por nuestros fines egoístas -aunque parezcan, de vez en cuando, filantrópicos-. De esto, podemos concluir con que pedir para nosotros está mal, ya que estamos diciendo que la voluntad de Dios no puede estar en un error.

¿Qué hacer ahora? Muy simple, en nuestra próxima oración -y la consecuente petición-, digámosle con total certeza y humildad algo como "Señor, yo sé que sabes lo que estoy pensando -que resulta ser, para un yo muy subjetivo, lo que de verdad quiero-, pero no me hagas caso; yo quiero que se cumpla lo que tú quieres. -Es aquí donde va la conocida frase- Que se haga, sola y únicamente, tu voluntad, no la del miserable mortal que te dirige estas palabras; porque Tú puedes ahondarte en mis verdaderos pensamientos y saber qué es lo que de verdad quiero. Tú y nadie más".

Como era de esperarse, también podríamos llegar a la conclusión de que somos nosotros los que estamos en lo correcto. Somos libres de pensar lo que nos plazca, pero eso forma parte de otra disertación.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Discurso maéstrico

Hoy es un día especial para todos nosotros o, al menos, debería serlo. Si bien hoy no es el viernes 06 de julio, en esta ocasión, celebramos, una vez más, el día del maestro sanjosefino. Es éste el momento de arrojar flores a los pies de nuestros queridos profesores y, por supuesto, de colocarles la memorabilísima alfombra roja. A decir verdad, no lo es. La esencia de esta fecha no es el festejar ni el regocijarse, sino el compartir, en este breve plazo, con estos celebérrimos personajes. Si se dice que el colegio es nuestro segundo hogar, ¿no sería lógico, entonces, que los profesores sean nuestros segundos padres? ¿No son ellos quienes nos han llevado de la mano por tantos años y conducido por el camino más adecuado, eso esperamos, a su parecer? Son ellos, pues, quienes apoyaron a nuestros padres a engendrarnos intelectualmente, son ellos también quienes cuidan de cerca nuestro desarrollo y quienes están dispuestos a brindarnos su ayuda desinteresada. Es por eso que el único día comparable al del maestro es el del padre.

Ahora, si es que hay alguien a quien debamos estar agradecidos en nuestra época escolar, ese alguien o, en este caso, esos álguienes son ustedes, nuestros maestros. Ustedes han pasado por tantas experiencias con nosotros, han reído a nuestro lado y se han enfadado también. Hoy los invitamos a dejar de lado lo negativo, los estereotipos, cualquier cosa que no les agrade; hemos tenido nuestros malos momentos, sí, pero guardarlos no hace más que destruirnos por dentro; recuerden las buenas experiencias con nosotros, las grandes alegrías, los paseos, los viajes, las expoferias; piensen en todo su tiempo invertido en nosotros. Son ustedes quienes lo han usado. Nos moldearon como mejor les pareció moralmente. Muchos darían lo que fuere por recibir una enseñanza como la nuestra, encaminados por ustedes, tan experimentados pedagogos, guías en la teoría y diestros en la práctica. No somos más que su creativa obra, ni podemos hacer más que poner en práctica lo que nos han enseñado, su camino idóneo por la vida. Quiero que sepan que no los defraudaremos, continuaremos por la vida como ustedes lo desean. Caeremos y nos levantaremos, nunca cabizbajos y siempre optimistas. Lograremos ser alguien, destacaremos entre la especie humana. Conquistaremos todo y crearemos metas para conseguir. Todo gracias a ustedes, quienes nos motivan, día a día, a seguir adelante, quienes nos muestran una sonrisa aunque no se encuentren contentos, quienes nos convierten en el foco prendido en el letrero malogrado. Todo es por su culpa y gracias a ustedes. Y, frente a tanto agradecimiento, me atrevo a pedirles una cosa: Sigan formando personas con tanto ahínco como lo hacen con nosotros. No se atrevan a retroceder, pues rendirse es cosa de cobardes, y esa palabra no ha de estar en su léxico. Su trabajo no es uno más en el saco, de ustedes depende una nación. Sigan sembrando con las mismas esperanzas, y no habrá momento en su vida en el que no se sientan los seres más felices del mundo. Gracias por todo y feliz día del maestro. Los quiere, la Promoción XLVII.

Era una grandiosa vista

Era una grandiosa vista. El anaranjado sol se ocultaba lentamente en el gran mar. Había muy pocas nubes, pero todas ellas llevaban un sublime color anaranjado pálido, haciendo una suerte de juego natural con el sol, al que rodeaban, sin llegar a opacar su irracional belleza.

Había un increíble silencio humano. No podía escuchar ni ver automóvil ninguno. Sólo se escuchaba el amplio mar, la brisa, los peces, la arena.

Mientras me acercaba más al mar, más maravillado aún me quedaba de tal escena. Una suave brisa rozó mi cara, no se sentía cálida ni fría, sólo agradable y fresca. Pequeños cangrejos recorrían la arena con su peculiar manera de andar. Algunos se escondían al verme, otros seguían su camino indiferentemente.

Luego miré el mar. El océano también formaba parte de este paradisíaco paisaje. El sol se reflejaba en él, haciendo que tome un bello color escarlata. En el agua cristalina se apreciaban algunos peces preparándose para la jornada nocturna. No se veía ola alguna, solamente unas pequeñas ondas acuáticas que humedecían mis pies descalzos a duras penas. El agua no se sentía tampoco helada, como siempre, más bien, se sentía tibia, como la de un día muy caluroso de verano. Era una sensación bastante extraña para tratarse del mar, pero no podía pedir más de la naturaleza ni del momento que estaba viviendo.

Volteé mi cabeza para ver si encontraba a alguien. Era justo como había pensado; nadie interrumpía este momento especial. En cualquier otra ocasión me habría gustado tener la compañía de alguien. Sin embargo, el instante era demasiado perfecto para compartirlo con otro ser humano. Me sentía jubiloso de estar rodeado de tanta belleza. Hacía ya mucho tiempo desde que no experimentaba algo así. Un momento con la naturaleza; habría vendido mi alma por un mínimo instante así y, sorprendentemente, lo conseguí totalmente gratis, como todo debería ser.

Tampoco me lamenté por no tener una cámara fotográfica cerca. Aunque una vista así sería el sueño de todo fotógrafo, me parecía que una fotografía habría de arruinar el momento, la magia, el sentimiento.

Finalmente me decidí a tomar asiento. No necesité apresurarme para apoyarme en la arena. Ésta se sentía fría, pero, de algún modo, lograba un balance con el agua tibia. En absoluto me importó que el agua moje mi pantalón; no me tomaría mucho trabajo cambiármelo. Mis pies tocaban la arena, y el agua tocaba mis pies. Una corta brisa me hizo sentir la frescura de inicios de verano. Levanté mi cabeza y logré ver la primera estrella de la noche. Había una sola, pues las anaranjadas nubes opacaban al resto. No recuerdo bien qué pensé en ese momento, pero debió de ser algo relacionado con el paisaje, pues al instante bajé la mirada y vi al mar escarlata hasta que se tornó azul. Ya era de noche y yo me encontraba en el paraíso.

"Loco" por ella

El día de ayer, estando dispuestos a salir de una librería del centro de la ciudad, vimos dos chicas caminando de una manera ligeramente desesperada y, lamentablemente, disfrutamos de igual modo del tropezón de una de las susodichas. Stephani, por supuesto y como por todo, no pudo soportar la risa y, aunque lo ideal habría sido que esbozase una sonrisa, soltó, la muy cándida, unas imprudentes carcajadas.

El problema fue, principalmente, el desatino ejecutado por la chica waa, pues éste atrajo la atención del drama andante que causó la previa huida de las damas de la caída. El sujeto que, sin duda alguna, gozaba de mejor salud mental que más de uno de los presentes, se interesó impulsivamente en la blanquiñosa. Pasó primero, sin embargo, por Javier, quien se había quedado paralizado del susto y que, en su deficiente movilidad, le aceptó uno de sus evangélicamente pagables separadores de hoja. Ana Patty y yo tuvimos una mejor decisión al colocarnos discretamente en la esquina opuesta a nuestro amigable atacante.

El individuo siguió, sin dar lugar a vacilaciones, con su camino hacia Stephani, descubriendo en ella una timidísima y extremadamente asustada faz, aunque adorable y de provocaciones románticas para nuestro invitado. De repente, y en lo posible en el negocio de diez metros cuadrados, ella corrió hacia otra esquina y, en su horror, escondiose detrás de lo más cercano que encontró, esto es, una cartulina con el mapamundi impreso. Su escudo no le sirvió de mucho, pues su amor platónico podía verla, conversar con ella y atacarla con toda la facilidad del mundo. Eso es lo que hizo, justamente. Con la fluidez que su habilidad lingüística le permitía, nuestro amigo entabló una conversación con nuestra impactada damisela. La cháchara se sucedió más o menos de esta manera:

– ¡No! Aléjate de mí.
– No te quiero hacer daño.
– ¡No, no! ¡No quiero nada!
– No te asustes, yo sólo te quiero dar mi tarjetita.
– ¡No, por favor! ¡Waa!

La dueña de la tienda, tras aquel incomprensible intercambio de palabras, mandó a uno de sus sicarios a exiliar al indeseable. De paso, se tomó la molestia de efectuarnos la misma petición, siendo nosotros los indeseables en esta oportunidad. Javier húbole devuelto el separador, claro está, pero aún no podíamos retirarnos debido a la cercana locación del pretendiente de la soprano. Esperamos un largo tiempo, mas el momento de salir hubo de llegar.

No es una experiencia que hayamos de comentar en nuestra senil decadencia, pero al menos, es algo de los que nos podamos reír cuando terminen nuestros gloriosos días escolares. Demasiado tarde, ya lo estamos haciendo.