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Bienvenido a Daily Planet

Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

lunes, 19 de julio de 2010

La utopía del nos

 

Hoy desperté del sueño para descubrir que seguía en coma. “De cómo un día puede ser revelador y los improperios digeridos” iba a ser el título de este texto. Terminé no decidiéndome por algo tan inapropiadamente largo y amenazador, deseo que alguien vea esto, después de todo. Nadie lo hará. Y si lo hace, no lo habrá hecho. Hoy no puedo leerme, he abierto los ojos, pero aún conservo los párpados avergonzados. “Lo único constante es el cambio”, dicen dos ratones inescrupulosos y dos personitas incompetentes; pues, ¡al diablo con ellos! Es hora del descubrimiento: ¡el arcoíris no existe!

Estas últimas palabras pueden ser tan literales como metafóricas, yo las tomo hasta el hartazgo en un plato de sopa de letras –fría, por supuesto, en pleno invierno sin calefacción–, donde la “w” sólo cabe en el váter y en los hombres de ascendencia europea o, peor aun, en los váteres europeos. Estoy hastiado del hastío, ¿por qué me siento tan carente hasta de mis vacíos? Cómo la naturaleza es hueca, y la ciencia en nuestras mentes, cual barril de agua estancada, nos terminará consumiendo; me pregunto incesantemente. En la melancolía, sí, y también, en la desesperación. ¿Qué revelación? La de hoy, por supuesto, que ha estado desde el inicio, pero nadie deseó nunca notar su siempre. Nadie, excepto Hoy, el único hombre sobre la tierra que verdaderamente vive. Porque quien piensa tampoco existe, y sólo existe el que no piensa: el que vivirá por siempre. ¿Quién soy yo? ¿Hoy, acaso? No, yo no soy más que Ayer de Mañana; y ninguno de los dos vivirá para contarlo, como el arcoíris.

Antes soñaba con un mundo sin personas, sin animales. Un mundo que trabajase perfectamente, que sopesase días con noches sintácticamente hablando, o escribiendo. Lo que quedaría cuando yo dejase de inexistir. Porque nunca lo hice y jamás escribí esto. Mi utopía, sin sol ni luna, pero con “sol” saliente y “luna” creciente. (“Si me quedo, ¿qué me das?”. Lo siento, querido, para eso tienes que haber estado aquí). Un paraíso de ideas, una fortaleza informática, un santuario del saber y del ignorar, mas no, del ser. Cuando yo no esté, ni tú estés, ni él, ni ella, ni nosotros, ni ustedes, ni ellos; y sólo queden yo, tú, él, ella, nosotros, ustedes y ellos en su ángulo más pronominal; ¿qué habrá sino ideas en papel y paraísos del pasado? Un domo sin los que crearon a sus habitantes, sin los que encabezaron sus protestas, sin los que bailaron sus danzas, sin los que rompieron sus vidrios y sin los vidrios rotos. Sólo palabras, discursos, conciertos, fórmulas; en una naturaleza sin lectores, oyentes, espectadores e ingenieros. Ésa es mi utopía: todas las vidas transcurridas para que, al final, no haya servido de nada. Un mundo donde el arcoíris tiene los nombres de sus colores escritos en tinta negra.

Éste ha sido el día más largo de mi camino: ha durado más de diecinueve años; y, cuando acabe mi vida, seguirá sin mí. Y continuará conmigo, en tierras, en plantas, en animales y personas; pero no serán yo, sino, nosotros. ¿Es eso durar para siempre? ¿Es pasar del “yo” al “nos” la vida eterna? Ellos no pensarán como yo por estar yo en ellos; por lo tanto, no existiré en sus seres. ¿Dónde estaré, entonces? ¿En los libros? ¿Y qué pasará si yo no escribo nunca algo o si no soy un héroe o un gran empresario? ¿Qué pasará si yo no supero mi animalidad? Nada, en realidad, porque algún día se cansarán de leerme, de admirarme o de ignorarme; y pasarán todos a desconocerme rotundamente. En estas épocas (aún Hoy) en las que nadie se toma la molestia de recordar a Perséfone ni a Deméter, ¿existe el invierno? Estamos condenados a que el mundo siga sin nosotros, pero continuamos convencidos de que podremos sobrevivir en la base de datos de la humanidad, que se actualiza y formatea paulatinamente, eliminando lo añejo para salvaguardar lo novedoso. La utopía del nos es la de sobrevivir. Pues no, nunca lo haremos.

¿Y quién probará que existimos si nadie nos recordará y nuestra información habrá sido eliminada? Si ni nosotros existiremos, ¿cómo sabremos que existimos? ¿Quién tendrá conciencia del nos? Es ineludible el paso del Hoy, con pisadas estruendosas sobre nuestro volátil ser. Una vez más, estamos sujetos al recuerdo –¿y cuando nos olviden los que nos recuerdan?–.

Es en un día eterno como Hoy que la RAE no tiene como oficial la palabra “arcoíris”. Y es, vale saber, cuando la palabra deja de existir que el concepto muere. Así pasamos del occiso “arcoíris” al aceptado “iris” –y quién sabe qué más–, como del yo al él y al nadie. Nuestros caminos buscan originar marcas en las rutas ajenas, pero las suyas también serán desviadas. ¿Para qué molestarnos, si ni siquiera lo vamos a recordar?

miércoles, 30 de junio de 2010

Cola de Gloria

 

La música empezó con un sonido retumbante de manos mestizas contra sendos cajones en un rítmico mover de brazos y destellar de sonrisas; abriendo paso a una infinidad de instrumentos de viento tan desconocidos ante la ley internacional como el proceder del pisco y su utilización en el peruano pisco sour. La música tomaba forma y se tambaleaba entre los sentidos de los muy cultos asistentes, que podrían reconocer una marinera hasta en partitura. La única persona que estaba fuera de lugar era la pobre Karol, concentradísima en el escenario y en su espera de que se abran las puertas y salgan los toros bravos y los audaces toreros, muy dispuestos a arriesgar su vida por conseguir un poco más de prestigio en su amada España; mas el lugar no se asemejaba a la tierra de los Reyes Católicos ni se dignaban las reses aquellas a aparecer en el contexto. Karol, indignada por la falta de acción, ya se estaba parando para salir de una vez y volver a su tierra natal antes de lo previsto, cuando el público empezó a gritar emocionado en un idioma que, por supuesto, no dominaba; y bien podrían haberle estado gritando que se quedase, por favor, que era muy linda como para irse; así que hubo de sentarse sonrojada a presenciar el espectáculo. La marinera continuaba con su curso sublime y Karol se cuestionaba acerca del motivo de todos esos vítores y aplausos. Movía sus ojos en todas las direcciones y seguía sin ver nada, sin sorprenderse como todos los demás. Tal vez entender castellano era un requisito, y ella hablaba su lengua natal a duras penas, nunca tendría la oportunidad de ver más allá del campo verde y de las aclamaciones, hacia ese animal que acababa de florecer del viento primaveral trujillano en una mañana despejada. De la brisa apareció una cabeza soberbia, con una cabellera blanca y lisa, y unos ojos que reflejaban valerosos la decisión de todo un ejército. Se mostró un lomo brillante y musculoso; unas piernas estiradas en posición triunfal y, para coronar, una ágil y viril cola meneándose gloriosa de lado a lado y azotando el florido viento. Jaque mate. Karol lo miraba anonadada y se preguntaba si era un semidiós, un equino o las dos cosas a la vez, sabiendo perfectamente que la única opción imposible era la de que fuera un simple caballito. Admiraba sus largas piernas, su amplio lomo blanco y sus ojos penetrantes; reconociendo a su chalán como el ser más afortunado del mundo. El ente se movía al ritmo de la música, que parecía compuesta a su medida, de la misma manera en que su única verdadera espectadora le seguía el juego con movimientos sutiles de cabeza, cuello y el resto del cuerpo. Continuaba con su baile, sin embargo, sin prestar atención ni reparar en Karol; se desplazaba por el césped con auténtica gallardía. Boquiabierta, Karol veía cómo le brotaban unas alas blancas y perfectas, mientras se deslizaba por los vastos espacios celestiales al ritmo de la música. Ella parpadeó por un instante y ahora lo veía sacudir el pañuelo y quitarse el sombrero de paja mientras relinchaba. El chalán sólo obedecía, movido por una sobrenatural mano invisible, más misteriosa que aquélla propuesta por Smith; ésta se desprendía majestuosa del lomo del caballo y manipulaba tanto a jinetes como al público en general; excepto a Karol, porque estaba desgeneralizada de tanto estupor. Los músicos tocaban, el chalán movía el sombrero como si fuese parte de su cuerpo, los espectadores aplaudían y ella no tenía idea de qué hacer por mientras. Prefirió mirar hasta el hartazgo de tanta belleza divina, y derretirse bajo el sol nublado por la majestuosidad durante lo que deseó que fuera el resto de su vida; mas la música hubo de terminar, y el público dejó de aplaudir acompasadamente para hacerlo a lo bruto, felicitándose a sí mismos por el gran logro de haber asistido a presenciar tal espectáculo. Ella sólo miraba al caballo agachándose para saludar, y él se agachaba para que le sigan aplaudiendo; mas al levantarse posó los ojos en la única que no batía palmas y sólo lo observaba, sin necesidad de desnudarlo con la vista, ya que no cargaba con vestimenta alguna. El caballo reparaba en aquellos ojos que lo miraban, al igual que Karol se alimentaba de aquellas centellas que reparaban en ella. El equino se acercó y le dijo, sin dejar de observarla, que se llamaba Emilio, pero fue en realidad el chalán, manejado por la mano invisible, quien pronunciaba dichas palabras, al seguir examinándola y notar su lindura, su inocencia y esos ojos que no se levantaban nunca del varonil rostro de su caballo. Ella le dijo que no hablaba español, Emilio, pero que sí entendía bastante inglés. Creyéndola tímida, el chalán la invitó a cenar algún día; y ella, suponiéndolo manejado por el corcel, le dio su dirección y teléfono. Con extranjero sonrojo, Karol sonrió y se fue.

 

Se oyó sonar un timbre, con los consecuentes pasos dirigiéndose hacia la puerta y los reclamos inentendibles de una voz femenina quejándose porque en su país sí hay intercomunicadores. Apareció una mujer de mediana estatura, de cabellera negra con rayitos postrada sobre una faz que equilibra la dulzura con la inocencia, y unos ojos abiertos en su máximo esplendor ante las rosas más hermosas que fueron alguna vez cortadas delicadamente con una tijera. Se escuchó un aria entre voz y relincho llevada por un fresco viento primaveral hasta una Karol petrificada, sin ver siquiera la multitud de curiosos que se aproximaba para descubrir qué planeaban tanto jinete como caballo en plena ciudad civilizada. “¡Acepta las flores!”, gritaban atragantándose con la emoción y la envidia de ver su sueño hecho realidad en otra persona. “Lo único que sé de ti es que has de tener el nombre más bello entre todos, compatible tan sólo con tu rostro”, dijo Emilio, el chalán, y dejó de arrepentirse por su discurso cursi al ver a Karol aceptando las palabras y flores por parte de Emilio, el caballo. A duras penas pudo agradecerle, pedirle disculpas por no haber mencionado su nombre y decirle que se llamaba Karol, sí, así como suena y con “K”; pero le aceptó feliz su oferta de llevarla cabalgando a Huanchaco para ver la puesta de sol e invitarle unos picarones. No tardó en subir en la montura ni en bajar porque se hubo olvidado de cerrar la puerta de la casa en la que se estaba quedando por esos días. Volvió a montar y partieron en dirección al balneario, guiados por un sol en su búsqueda interminable del mar.

 

Emilio le pedía que lo abrazase, y ella lo hacía de la única manera a su disposición: apretando las piernas contra la montura. El jinete, extrañado ante una respuesta tan inusual, se decidió por quererla aun más, y prefirió quedarse en silencio, escuchando su respiración entrecortada por su rara manera de sentarse. Ya cansada de hacer presión con las piernas, apoyó su cabeza sobre la espalda del chalán, cerró los ojos uno a uno, haciéndose una imagen del caballo en libertad, corriendo en un escenario verde, sin monturas ni jinetes que lo conecten con la realidad, entregado en espíritu sólo a ella; y permaneció callada hasta caer rendida en los brazos de Morfeo, o en el lomo de la bestia, en este caso.

 

Con su bandeja de picarones en una mano y la mano del otro en la otra, se sentaron ambos sobre la arena fría de la tarde, vigilando la creciente marea. Emilio el caballo estaba parado a su derecha, y Emilio el jinete se encontraba a su izquierda, concentradísimo en asirle la delicada mano que, por mala suerte, tenía conectada al resto del brazo. Su cabeza estaba tornada hacia la derecha, por supuesto, aprovechando para sostener un concurso de miradas con el equino. Eso era lo que se obligaba a creer, pues en verdad no podía despegar los ojos de los de Emilio, así como él no podía dejar de apreciarla en silencio. El jinete, por su parte, la sentía ya demasiado tímida, enojada incluso porque no se dignaba a verle la cara; solamente lo ignoraba mirando al lado opuesto; así que, en un intento desesperado, la cogió bruscamente de los hombros y la volteó hacia él. Karol, sorprendida, no hizo más que mirarlo con incierto interés, descubriendo los mismos ojos profundos y fuertes del caballo. Sentía como si él estuviese siendo manejado nuevamente por su corcel. “¿Dejarías que tus párpados te dominen por un instante, querida?”. Karol entendió inmediatamente la metáfora y bajó las persianas, esperando lo inevitable. La faz de Emilio se acercó a la de Karol, su mano rosó el rostro de su amada, y fundió los labios con los suyos. Ella no lo soltó hasta sentirlo relinchar dentro de sí, estiró los brazos y los colocó alrededor de su cuello, conectándose hasta saciarse de los labios del caballo a través de su humano, mas permanecía insatisfecha, aún necesitaba saborearlo un poco más; y así lo hizo hasta que se puso el sol, en el que ninguno de los dos reparó como habían previsto. Comieron dulcemente los picarones de su bandeja y regresaron a la ciudad, abrazados los tres.

 

Durante el viaje de vuelta, Karol pensó sobre su retorno al lugar en el que vio, por vez primera, luz; logrando cierto contraste nostálgico al fijarse en aquella luz postmeridiana tan hermosa que sentía sutilmente, con los ojos cerrados. Quería saber cómo reaccionaría su delicioso Emilio cuando le dijese que habría de regresarse ya muy pronto; tal vez accedería a acompañarla. Ella estaba más que dispuesta a casarse, incluso, pues en su país es legal el matrimonio con otros mamíferos. Tenía que ponerse seria, ya no era momento de no entender nada y sólo reírse. Ya se lo diría al día siguiente, por ahora prefería recostar su cabeza sobre el chalán, y estrechar las piernas contra Emilio; al menos hasta llegar a su hogar temporal.

 

Así de temporal esperaba Karol que fuera el mal humor del jinete, quien ya estaba diciendo incoherencias, y no le alcanzaba el tiempo a la pobre con el diccionario bilingüe. Ni una pizca de políglota tenía el imbécil cuando le subía la sangre a la cabeza; ella no lo aguantaba y de ninguna manera le explicaría, mediante charlas acerca de la ley de la gravedad, que lo mejor sería que se le regrese la sangre a su sitio y que te calles de una vez, you idiot, que no estaba dispuesta a soportar tanta falta de respeto después de tal cariño excesivo del día anterior. Lo que le hubo pedido era escuetísimo, únicamente quería comprarle el caballo; no, sólo el caballo, te digo, no quiero el centauro completo. El humano de Emilio simplemente no parecía entender; Karol le hablaba sobre manos invisibles y él, en total desconocimiento. “Considerando que fuiste tan lindo ayer y que nos sentía tan conectados; todo para que hoy no entienda tu pésimo inglés, traducido en gritos bochornosos y desequilibrados”. Tampoco comprendía el asunto ese de que sólo era un medio utilizado por el animal suyo para comunicarse. ¡Tonterías! ¡Calumnias! Lacrimosa, Karol prefirió cortar el teléfono antes de escuchar el “ubícate”, que ya se veía venir.

 

Al menos había cumplido con su ideal de tener una aventura fugaz e internacional. Sus amigas no tenían idea de lo mal que hablaría del país cuando retornase. Indignada por la pésima hospitalidad, Karol abordó el ómnibus a Lima, para después tomar el avión que la dejaría en la puerta de su casa. No se decidía entre sentirse patriota o malhumorada, pero estaba segura de que tenía una horrible migraña. Sólo se sentó y se hundió en sus pensamientos, en el asiento reclinable. Al instante, encendieron el televisor; pasaron un spot, publicitando la empresa de transportes, y una película de ésas tan malas que ni siquiera llegan al cine. No podría dormir, sin embargo, hasta que apagasen las luces. Para descompensar más su descompensación, el pasajero del asiento vecino llegó tardísimo, con varios maletines como equipaje de mano, incluso. Ella se sintió extrañadísima cuando le pidió, en su propio idioma, que le sostenga, por favor, este paquetito mientras coloco el resto de mi equipaje donde debe ser. Era una caja roja con las rosas más hermosas que fueron alguna vez cortadas; aunque las marcas del corte eran medio grotescas, en absoluto eran de tijeras, sino de algo menos uniforme; parecían hechas por los dientes de un equino. Instantáneamente, le empezaron a brillar los ojos, y buscó con la mirada el rostro del otro viajero. No era quien pensó, su rostro era claramente extranjero –tal vez del mismo país que ella, ya que hablaba su idioma–. De todas maneras, no era el jinete; él era totalmente diferente. Díjole que parecía extranjera, incluso del mismo país que él, y le preguntó si le gustaba la marinera. Extrañada, no hizo más que mirarlo, descubriendo en él unos ojos que reflejaban valerosos la decisión de todo un ejército. Karol pensó preguntarle su nombre, mas suprimió esa idea en el acto. Ella ya suponía cuál sería la respuesta.

lunes, 12 de abril de 2010

En la ducha

 

Todos los días terminaban en la ducha. No cabía excepción, ni siquiera aquéllos de protesta, gritos y cachiporras. En especial, aquéllos. Como cuando su camarada padre despertaba con toda la voluntad de convertirse al comunismo y se acostaba tras un tibio baño de agua Evian, más burgués que nunca. Como aquéllos en que su madre volanteaba sus propios textos; inspirados casi literalmente en otros, por supuesto. Artículos magníficos contra los militares, la Reforma agraria y el oligopolio del San Agustín y el Buenos Aires. ¡Silencio, niña! ¡Presta atención a tu padre! Días de verdad eran ésos en los cuales salía con los compañeros a motivar a la ciudad con palmas apristas, y a sentirnos trujillanos y revolucionarios. ¡La Revolución, querida! ¡Qué bueno que la hayamos importado de Méjico! Pero tales días veían su ocaso en un buen burdel. Qué más da. Sí, la ducha. Como aquellos días en los que visitaba la tumba de su abuelo, cuyas jornadas eran eternas ya únicamente para darle la contra por haber muerto aprista, pero ajeno a la Revolución. Días filtrados por la coladera; vidas enteras drenadas hasta el desagüe.

 

Sebastián siempre pensó que su familia se había caracterizado por ser ideológicamente tardía. Lo comprobó cuando leyó los manuscritos de su madre, aún renegando de Velasco en pleno primer gobierno de Fujimori. Claro que no los revisó realmente sino hasta la primera década del 2000. Afortunadamente, evitó, sin querer ni saber leer todavía, la vergüenza de su infancia. Mas nadie notaba sonrojo en su rostro de marfil, pálido de anemia de justicia y de hambre de lentejitas de igualdad. Uno hojeaba El Capital y se preguntaba cuántos hijos hacía falta tener para considerarse proletario, sin ser confundido con alguien del Opus Dei. La otra, por su parte, representaba incesantemente intensas batallas éticas y políticas en una hoja de papel; con su lapicero favorito chispeando en la mano izquierda; y la derecha, con los dedos extendidos y las uñas elegantemente mordidas para sopesar los vientos ideológicos. Su familia creaba un bello óleo, pero esas cosas eran de burgueses. Además, no tenían una chimenea para que combinase con el cuadro, ni podían permanecer quietos, puesto que el bebé no abandonaba el llanto. Ideológicamente tardía, pero unida, eso sí.

 

Conmovido por el panorama que ofrecía la ventana, la cerró de un golpe al enfriársele la cara por el gélido viento. Era un largo camino el que recorrería el ómnibus; trochas interminables que se adentraban en la serranía de la región, perdiéndose en el cielo azul claro de una zona desconocida ya. Tan desconocida como la razón de su pésimo encuadramiento en el óleo inexistente de su familia, los de las ideas tardías. Un visionario en la familia, ¡qué decepción! Sebastián tomaba, más bien, como un delicioso designio del hado el haber resultado la oveja negra del rebaño –anárquico, sin pastor, evidentemente–. El primero con pensamientos adelantados a su tiempo del árbol genealógico: un quejicoso individuo al que efectivamente prestarán atención los libros de historia regional. “El adelantado don Sebastián”, se decía, y se rascaba la nariz por la rinitis. Sus ideas le habían arribado siempre antes de lo debido, o era ésa la explicación que siempre se daba para no frustrarse por el escaso apoyo que le era ofrecido en sus menesteres revolucionarios. ¿Era que a nadie interesaba el medio ambiente en Trujillo? La interrogante aquella rondó por su psique desde los días en los cuales se negaba a pisar las hormiguitas del comedor de su casa. Se sentía todo un Galileo en un mundo de fanáticos del geocentrismo. Era por eso que se había adelantado a su tiempo, ingeniándose hasta el tuétano para crear su propio y novedosísimo sistema de lucha: la protesta individual. Tal vez le resultaba poco factible el recolectar suficiente personal para unos buenos gritos en plena plaza mayor. Ingresar sin séquito al municipio, sin embargo, era lo ideal para un joven verde como él, con el interés fijado, más que en la fama o la opinión pública, en una concienzuda protección de la ecología. En incontables ocasiones se había entrevistado con el alcalde; bien se podría afirmar que había conseguido un acogedor grupo de simpatizantes entre los servidores públicos del lugar, que le demostraban su hospitalidad con cálidas sonrisas, rápidos trámites e inteligentes pedidas de mano para sus hijas.

 

El transporte interprovincial avanzaba con cautela, a contados pasos del precipicio infernal que se avistaba al lado de la carretera; y con temeridad, al sortear hábilmente la infinidad de autos que se cruzaban por el camino. El chofer vociferaba una elocuente combinación de groserías y sandeces; mas sólo concernía a Sebastián aquello que se localizaba ya a pocos kilómetros del lugar, la razón de su intrépido viaje y de su dificultad al respirar: la minera. Hacía pocos días que había leído el interesante artículo de su madre, fundamentado en los alaridos antiburgueses del marido de aquélla, que trataba, con acento nacionalista, acerca de la incursión de este nuevo capital extranjero en una zona rica en oro de la sierra de La Libertad. Por supuesto que no se quejaría de la condición de trabajo de los operarios ni de sus magros salarios. La protesta individual de su vida trascendía los límites humanos e interorgánicos. Era un joven criado en verdes pastos, olfateando el perfume de las flores y embelesándose por su polinización. No sólo amaba las plantas; también las añoraba cada vez que atravesaba la selva de cemento y se adentraba melancólicamente en sus floridos recuerdos, hasta el punto de soltar silentes, pero lacrimosos suspiros al aire contaminado. ¿Quién sino él para quejarse? ¿Quién sino él para gritar? ¿Quién sino él para llorar? La idea de ríos ennegrecidos y de oscuros y nebulosos cielos se había tornado una gangrena que conquistaba paulatinamente su ser. Suspiro, quejido, grito; Sebastián percibía los gemidos a la distancia y los distinguía a la perfección: sonaban como picos, taladros y bonanza económica. Alguien tendría que cargar con su sangre hirviente, apasionada y, más importantemente, atormentada.

 

En un arrebato de pésimas aptitudes al volante, el conductor detuvo el ómnibus. A cuatro mil metros sobre el nivel del mar aún se sentía la brisa del mar, camuflada en un viento escarchado nocturno. Se escuchó la orden de descender del vehículo y un par de sinfines de pasos obedeciendo. Sebastián bajó el último, recuerda, con su misión y su ira materializadas en una marcha decidida de unos cuantos metros. Con su tiritar casi no se percibía sus lágrimas ni su sorpresa; una primera observación lo llevó a la conclusión de que todo había empezado ya. Los estridentes ruidos de máquinas le poblaban la cabeza adolorida casi tanto como las negras nubes, el cielo. Ahora, zumbidos y frío. Finalmente, otra larga visión del firmamento, impuro e impasible, y un gemido, acompañado de un golpe sordo. La multitud se aglomeró alrededor del joven desmayado, presa de la altura, las circunstancias y el desasosiego. El cielo soltó su llanto, habiendo considerado la imposibilidad de tal del ser inconsciente. Entre las gotas se oyó un canto prácticamente imperceptible que nadie escuchó: “Llora, pequeño, porque los héroes terminan yacientes. Grita, ratón, ya que son los gatos, tus presas. Suspira, Sebastián, pues el día ha acabado para ti, y el mundo no sabrá de tus palabras sino hasta mañana. Cae, lluvia, e intenta limpiar el hollín del lugar, a ver si puedes. Conviértete en un ángel y sacude, con tus alas húmedas, la escarcha de la faz del caído”. Puede que el sueño haya nublado ese recuerdo al joven, y es más que probable que lo niegue ahora, pero ese día terminó con la ducha más majestuosa que le hubiere empapado jamás.

 

dibujos-de-arboles

jueves, 11 de febrero de 2010

Pedicura

Brenda Delfín se quitó la pereza

botas calzadas partió a la aventura

su pie le dolía, tenía la piel dura

rápidamente limó su aspereza.

 

Con la brocha en mano, Brenda adereza

trazó hojas flotantes que el viento apura

fregoteó sus pies en el agua pura

y todo lo suyo, oliendo a cereza.

 

Quitaron pinzas lo que hubo sobrado

tijeras llegaron, quisieron cortar

aquel residuo con sumo cuidado.

 

Suspiro profundo casi al terminar

sonrió ella, fausta, por el resultado

ya sólo le queda esperar y secar.

domingo, 24 de enero de 2010

Significante: desgracia

           

           Cualquier día de éstos me despierto por la mañana, la más ordinaria de todas, con mínimas esperanzas intelectuales y desaliñada apariencia; sin ánimos de superación, de leer, de escribir o de vivir. ¡Cuán nocivas llegan a ser las vacaciones en estos tiempos modernos! En todo caso –y en ninguno–, no intento forzar mi ventana porque, si bien hace calor, poco me importa. Doy tan limitado interés al viento como a la salud pública, al orden, a la felicidad ajena y a los niños que van corriendo por la calle y tocando timbres –los mismos idiotas que no saben que ahora todo el mundo tiene intercomunicador con cámara, sensor de movimiento, personalidad y hasta conexión unilateral con seguridad ciudadana, los bomberos y Pizza Hut, a quienes interesa menos aun–. Suspiro. Suspiro otra vez, para que el anterior se torne monótono y se arruine mi momento de originalidad. No me preocupo en girar la cabeza ni en sonreír, mi gesto de desánimo lleva semanas; y poco a poco, mientras se termina la canción, voy tendiendo mi cama y se prenden solas decenas de mechas en sendas velas alrededor de mi habitación. Surge en mí una idea curiosa, con todas las velas, gritos y animalitos muertos regados por ahí: realizar un ritual; mas la parafernalia me desespera, y no ando con ánimos de empezar a creer en asuntos que ni siquiera considero. No hay velas ya, ni las habrá en otro momento; sólo queda, retumbante en volumen bajo, la misma canción, rezando el último verso, que repitió desde el inicio (pues las canciones que escucho empiezan con el final, y terminan, naturalmente, con el último verso, sin créditos): “Si el trabajo es sano, que trabajen los enfermos”. Y eso me interesa tan poco, ay.

 

            Enciendo el televisor, que, aunque teniendo cable, sólo cuenta con un canal. Hay un gordo ridículo en terno azul ensayando su cremación. Ni noto que vende un “picatodo” maravilloso ni descubro que el aparato sintoniza más señales. ¿Cuántos más como yo habrá en el mundo? A veces me tomo la molestia de pensar en eso y… no cabría más, ¡un asunto televisado pro-gente muerta!

 

            Los veo.

 

            El calor centroamericano parece colarse por los poros inexistentes de la pantalla; mientras arrojo el control remoto contra la pared y regresa, en una pieza, a mi lado. Hay un grupo de desconocidos luciendo pútrido talento desde un escenario en vivo pro-muertos; pero me perturba más no poder ver “Two and a half men”. Yo sólo pienso. Y estoy ahí.

 

¿Es la comedia humana divertida?

Pregunta confuso el host a la diva

Canto, no vengo por una diatriba

Desgracia ajena me hará conocida.

 

Me veo. También estoy ahí, entre la multitud. Me encuentro sentado frente al escenario, de espaldas al sepelio. Soy uno con todos, me siento una célula en el concierto. Exclamo y vitoreo: ¡viva Haití!

 

Sintonizo los gritos, “¡mi hijo ha muerto!”

Una ronda de aplausos, “¡hay diez mil más!”

Mientras uno llora, ríen los demás

Cosecha de occisos en árido huerto.

 

            Ya no puedo seguir, el suelo tiembla y brota sangre. Salta del parquet hacia mis pies y mi rostro. Por suerte tengo un cráneo: mi cerebro ha quedado intacto. No obstante, sonrío.

 

Levantóse el espectador más grande

Alzó la mano, creóse la puja

“Compasión por el ojo de una aguja,

Pues es mi amor motivo de desmande”.

 

            ¡Cállense todos! Ya no lo soporto. ¡Tras la tempestad viene la subasta! ¿Es que no lo ven? Perros políglotas rocían úrea sobre los rostros de desfigurados y desmembrados. Marcan el territorio ajeno rojos ríos; la rivera es un mercado. Y no me importa, veo los comerciales y consumo. ¿Cuándo cruzamos a la tierra del espejo?

 

            Alguna vez me preguntaron cuál era la mejor oportunidad de negocio, y pequé de ignorante. Soy de la opinión de que ahora no cabe duda al respecto. Si el significante es la desgracia de una minoría, el significado es la gloria del resto. Harto, apago el televisor, mas la canción sigue, como tocadiscos rallado: “Si el trabajo es sano, que trabajen los enfermos”. Así que abro la ventana y respiro aire sin tierra.