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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

viernes, 28 de septiembre de 2007

Eternamente señorita

Disfrutando de un veraniego día de tranquilidad, una jornada del tipo en que uno se estresa de tanto relajarse, fue justamente como cierta idea turbó mi mente. Los días se tornaban largos y monótonos, el otoño había de llegar. El sol, empero, no se dignaba a ocultarse, la típica mañana en que ya no quedaba nada más que hacer no concluiría nunca. El carruaje de Helios incluso daba la impresión de regresarse al palacio del este, mas no de avanzar en su ordinario recorrido. El tan ansiado verano se había vuelto ya rutinario y, por consiguiente, aburrido. La televisión por cable, más local que nunca, repetía las mismas películas, y los canales nacionales seguían estrenando filmes del noventa. No se podía hacer nada, los libros no huelen tan bien en el verano como lo hacen en la época de clases. Sólo quedaba ponerse a pensar, divagar a través de una cabeza aún vacía por la increíble carencia de experiencias y de conocimientos. Fue entonces que apareció, lo hizo más místicamente que el ser sobrenatural de mayor excentricidad en su manera de llamar la atención. Yo no sé lo que ocurrió, pero no puedo negar que estaba ahí.

Y es, pues, justamente algo de una complexión mistiquísima, una idea fuera de cualquier comprensión humana o extranjera. El horror que implica el tema se intensifica paulatinamente, dejando helado al más ducho de los historiadores y al más inverosímil de los chamanes. No me refiero nada más ni nada menos que al aliciente de la carrera de pedagogía. Yo pensaba que formar mentes jóvenes era, de por sí, interesante, pero encontrándome con tal motivación para nada mundana, me quedo indiscutiblemente anonadado.

Lamentablemente, funciona tan sólo con aquéllas que habríamos de llamar femeninas o, más usualmente, mujeres. Exacto, no es algo que los hombres podamos controlar, y es que cabe afirmar que, para algunas cosas, las mujeres están más preparadas y son considerables como el blanco adecuado.

Resulta, aunque muchos no lo quieran aceptar, que las féminas, cuando profesoras, nunca pierden su dignidad de vírgenes. Y con esto no me refiero a que, en caso de que la hayan “extraviado” antes de conseguir su título, no la puedan recuperar; es tan milagroso el tema que puede devolverle el decoro a la más pecaminosa de las pedagogas.

Es, en efecto, difícil de entender cómo nuestras protagonistas, que oscilan entre la lascivia y lo angélico, pueden contar con el segundo título –segundo, pues el primero es el de profesoras –de señorita. Nos resulta tan cotidiano referirnos a la más desflorada de nuestras institutrices escolares como la “señorita Doncella”. Por supuesto, existen algunas que verdaderamente se merecen tal denominación; sin embargo, las excluidas de dicho conjunto abundan, considerándose, a su vez, a las felizmente casadas.

Todo esto es considerablemente injusto, ya que existen grandes masas de lindas damiselas guardando celosamente su castidad, lo que nos puede resultar insólito, siendo esas dichosas cada vez menos. Ahora, para que este calificativo de sobrias les sea dado a las no tan pudorosas –en efecto, las verdaderamente dignas nunca faltan –protagonistas de nuestra elegíaca historia, hemos de encontrar cierto grado de corrupción en aquéllos que las denominan como virtuosas.

No obstante, la ridiculez no termina en este punto; nuestras maestras no sólo son señoritas, sino también misses, –como si fuesen modelos, inclusive –término estadounidensemente aplicado por la falta de creatividad criolla, y es que esto nos extraña de igual manera, puesto que los peruanos somos considerados como imaginativos y emprendedores; hemos iniciado, entonces, la empresa de importar señoritas norteamericanas e instalarlas cómodamente en nuestras profesoras, labor en la que somos extremadamente diestros. Más de uno se preguntará el porqué de este fructífero negocio mercantil con los Estados Unidos; yo muy tajantemente habría de responder que el país aquel es el que fija las modas de esta índole.

Habiéndome olvidado de cierto punto importante, me siento mortificado. ¿Acaso en ese infernal país no se les dice Mrs. a las profesoras casadas, a las de avanzada edad o a las de dudoso pasado? En ese caso, ¿por qué no hacemos lo mismo? Es atroz, pues, que no sólo nos conformemos con ser alienados, hemos de expresarnos, además, alienadamente mal.

Siendo el título de educadora el importado equivalente de la fuente de la eterna virginidad, deberíamos considerar al menos un poco lo expuesto previamente, para así estancar un poco el vertiginoso progreso de nuestra estupidez. Por el momento, lo único a mi alcance es recomendar a los hombres que buscan desposar doncellas a –mejor aun –conseguirse, bajo cualquier medio, una miss propia.

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