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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

jueves, 6 de septiembre de 2007

Monólogo matutino

Es ese sonido nuevamente. Recuerdo que, cuando me regalaron ese reloj por mi cumpleaños, me gustó mucho. Era de un bonito diseño y además, azul, mi color favorito. Siempre me ha encantado ese tipo de relojes, los que son con cuerda y para mesitas de noche. Tiene dos piezas de metal en la parte superior y, entre ellas, un pequeño martillo de acero, con el que funciona como campana. Las manecillas brillan en la oscuridad y, con cada segundo que pasa, resuena aquel infame tic-tac por toda la casa. Cada noche tengo que darle cuerda; de lo contrario dejaría de funcionar y yo de despertarme temprano.

Recuerdo muy bien la escena de ese día de mi cumpleaños. Estaba toda la familia reunida, con mis abuelos y mis primos. Mi mamá había preparado otro de los manjares que hacía para las reuniones; siempre quise que cocine así todo el tiempo, pero, por alguna razón, su menú cotidiano nunca ha sido tan exquisito. Todos los invitados conversaban. Yo, por mi parte, estaba jugando con mis primos cuya edad comparto. Jugábamos “Matagente”, una práctica recreativa imprescindible para unos infantes como nosotros. Nunca fui bueno en eso, pero nunca hubo ocasión alguna en que yo me pierda de una partida del juego aquel. Entonces, apareció mi padre –muy elegante, como siempre- y nos hizo desfilar en fila india hasta el comedor. Todos se pusieron alrededor de la mesa y yo, por supuesto, en el centro, delante de la torta. Obviamente, con una familia tan… ligeramente inmensa como la mía, era imposible reunirse todos en torno a la mesa y vivir para contarlo. Sin embargo, apretados como estaban encendieron las seis velitas sobre la torta y empezaron a cantar. Hasta ahora, la percepción que tengo sobre esa letra es increíblemente vaga. Me refiero a la famosísima canción del “Happy Birthday”, por supuesto, o más bien, “Japi Berdei”, como es conocida por estos rumbos. Siempre me he preguntado el porqué de esa canción en el país. Siendo una república hispanohablante y teniendo la posibilidad de cantar la no tan popular “Porque es un buen compañero”, resultamos siempre con la melodía aquella, que de melodiosa no tiene nada, de armónica, menos, y de inglés, peor. Por eso prefería las grabaciones de la canción que tienen las animadoras en sus discos, junto a las tonaditas de “Barni” y las de las películas de “Dysney”; aquéllas reproducidas de una manera medianamente aceptable y con un inglés para nada bueno, pero mucho mejor que el de las mamás y las tías que siempre dan la voz en dicha canción grupal. Y, sin más preámbulos, dieron inicio a su hecatombe, sin darnos opción para prepararnos para la guerra musical que nos tocaba vivir ese día. Nunca he sabido qué es lo que se supone debe hacer el festejado durante esa suerte de marcha fúnebre, pero yo, como buen niño de seis años ignorante de las costumbres relativas a mi onomástico, era de los que prefería aplaudir y ver a los demás mientras entonaban la canción que sus padres les habían enseñado, y que bien podría tener algún mensaje subliminal relativo al demonio, al uso de drogas o, en todo caso, a los dos. Yo estaba, como siempre he estado y estaré, preocupado por las velas que se derretían paulatinamente, dejando un rastro considerable de cera sobre mi preciada e inocentísima torta. Hacía pocos días me había quemado con cera durante un apagón. Tuve que movilizar una vela blanca en mi mano; lamentablemente, estaba encendida y mi mano en una posición ideal para recibir las secreciones blanquecinas de la vela. Por todo esto, podía comprender los sentimientos de mi torta, cuyo martirio habría de terminar después de aquella presentación de Heavy metal o, como había oído en la televisión, después de que cante la gorda. Y, habiendo muchas damas con tales características en la reunión, no pude evitar que mi rostro dibujase una sonrisa. Finalizando con ese afrodisíaco despliegue de talentos, me dijeron que apague las velas y que pida un deseo. Mi deseo fue, por supuesto, poder apagar todas las velas de un solo intento. Desafortunadamente, las velitas eran del tipo que se vuelve a encender, por lo que tuve que tratar varias veces más para apagarlas y, por consiguiente, tuve que esperar un largo año para poder pedir otro deseo. Entonces, empecé a preocuparme por la veracidad de mi profecía. Tenía el presentimiento de que habría de llevarse a cabo esa misma noche. Mi madre tomó un cuchillo de la cocina y caminó lentamente hacia mí. Su mirada fulminante me dejó paralizado mientras ambos esperábamos el fin. Los espectadores empezaron a hacerle vítores, como si estuvieran desesperados por presenciar aquella sangrienta escena. Todos teníamos los ojos puestos sobre ella y su letal arma hasta que, intempestivamente y con tal número de testigos, bajó el cuchillo y cometió ese crimen. Yo no pude soportarlo. Caí a los pies de mi progenitora, quien tan rápidamente como ejecutó tal atrocidad, me sentó en un sillón. No me podía calmar, sentía un terrible dolor en el alma que no habría de atenuarse con juguito de manzana ninguno. Un rato después, llegó mi mamá; pero no estaba sola, se encontraba con mi gran amiga o, mejor dicho, con un pedazo de ella. Fue un hermoso reencuentro, pero no duró mucho, pues no me tardé en terminar mi tajada de torta. Lo sentía mucho por ella, pero era su culpa por estar tan sabrosa.
—Ahora los regalos— dijo mi papá —Ya es tarde y Sebas tiene que irse a dormir—. No tuve inconveniente alguno en esa parte de la ceremonia. Es más, era mi parte favorita. El primer regalo fue un champú; luego vino una infinidad de polos y, después de repetir un millar de veces que no me gusta que me regalen ropa, vino el regalo de mis padres. Estaba envuelto en papel de regalo verde y tenía un lazo rojo. Ignorando la similitud con la decoración navideña, lo abrí. Era un reloj de cuerda; el que había visto en la repisa de esa tienda del centro de la ciudad y que incansablemente había pedido a mis padres. Me gustó tanto el regalo que me despedí rápidamente de todos los invitados y me dirigí hacia mi habitación. Lo puse a la hora, le di cuerda y lo coloqué sobre mi mesita de noche, sobre la que sigue hasta el día de hoy.

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