(Logo tomado de www.dailyplanet.ch)

Bienvenido a Daily Planet

Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

lunes, 12 de abril de 2010

En la ducha

 

Todos los días terminaban en la ducha. No cabía excepción, ni siquiera aquéllos de protesta, gritos y cachiporras. En especial, aquéllos. Como cuando su camarada padre despertaba con toda la voluntad de convertirse al comunismo y se acostaba tras un tibio baño de agua Evian, más burgués que nunca. Como aquéllos en que su madre volanteaba sus propios textos; inspirados casi literalmente en otros, por supuesto. Artículos magníficos contra los militares, la Reforma agraria y el oligopolio del San Agustín y el Buenos Aires. ¡Silencio, niña! ¡Presta atención a tu padre! Días de verdad eran ésos en los cuales salía con los compañeros a motivar a la ciudad con palmas apristas, y a sentirnos trujillanos y revolucionarios. ¡La Revolución, querida! ¡Qué bueno que la hayamos importado de Méjico! Pero tales días veían su ocaso en un buen burdel. Qué más da. Sí, la ducha. Como aquellos días en los que visitaba la tumba de su abuelo, cuyas jornadas eran eternas ya únicamente para darle la contra por haber muerto aprista, pero ajeno a la Revolución. Días filtrados por la coladera; vidas enteras drenadas hasta el desagüe.

 

Sebastián siempre pensó que su familia se había caracterizado por ser ideológicamente tardía. Lo comprobó cuando leyó los manuscritos de su madre, aún renegando de Velasco en pleno primer gobierno de Fujimori. Claro que no los revisó realmente sino hasta la primera década del 2000. Afortunadamente, evitó, sin querer ni saber leer todavía, la vergüenza de su infancia. Mas nadie notaba sonrojo en su rostro de marfil, pálido de anemia de justicia y de hambre de lentejitas de igualdad. Uno hojeaba El Capital y se preguntaba cuántos hijos hacía falta tener para considerarse proletario, sin ser confundido con alguien del Opus Dei. La otra, por su parte, representaba incesantemente intensas batallas éticas y políticas en una hoja de papel; con su lapicero favorito chispeando en la mano izquierda; y la derecha, con los dedos extendidos y las uñas elegantemente mordidas para sopesar los vientos ideológicos. Su familia creaba un bello óleo, pero esas cosas eran de burgueses. Además, no tenían una chimenea para que combinase con el cuadro, ni podían permanecer quietos, puesto que el bebé no abandonaba el llanto. Ideológicamente tardía, pero unida, eso sí.

 

Conmovido por el panorama que ofrecía la ventana, la cerró de un golpe al enfriársele la cara por el gélido viento. Era un largo camino el que recorrería el ómnibus; trochas interminables que se adentraban en la serranía de la región, perdiéndose en el cielo azul claro de una zona desconocida ya. Tan desconocida como la razón de su pésimo encuadramiento en el óleo inexistente de su familia, los de las ideas tardías. Un visionario en la familia, ¡qué decepción! Sebastián tomaba, más bien, como un delicioso designio del hado el haber resultado la oveja negra del rebaño –anárquico, sin pastor, evidentemente–. El primero con pensamientos adelantados a su tiempo del árbol genealógico: un quejicoso individuo al que efectivamente prestarán atención los libros de historia regional. “El adelantado don Sebastián”, se decía, y se rascaba la nariz por la rinitis. Sus ideas le habían arribado siempre antes de lo debido, o era ésa la explicación que siempre se daba para no frustrarse por el escaso apoyo que le era ofrecido en sus menesteres revolucionarios. ¿Era que a nadie interesaba el medio ambiente en Trujillo? La interrogante aquella rondó por su psique desde los días en los cuales se negaba a pisar las hormiguitas del comedor de su casa. Se sentía todo un Galileo en un mundo de fanáticos del geocentrismo. Era por eso que se había adelantado a su tiempo, ingeniándose hasta el tuétano para crear su propio y novedosísimo sistema de lucha: la protesta individual. Tal vez le resultaba poco factible el recolectar suficiente personal para unos buenos gritos en plena plaza mayor. Ingresar sin séquito al municipio, sin embargo, era lo ideal para un joven verde como él, con el interés fijado, más que en la fama o la opinión pública, en una concienzuda protección de la ecología. En incontables ocasiones se había entrevistado con el alcalde; bien se podría afirmar que había conseguido un acogedor grupo de simpatizantes entre los servidores públicos del lugar, que le demostraban su hospitalidad con cálidas sonrisas, rápidos trámites e inteligentes pedidas de mano para sus hijas.

 

El transporte interprovincial avanzaba con cautela, a contados pasos del precipicio infernal que se avistaba al lado de la carretera; y con temeridad, al sortear hábilmente la infinidad de autos que se cruzaban por el camino. El chofer vociferaba una elocuente combinación de groserías y sandeces; mas sólo concernía a Sebastián aquello que se localizaba ya a pocos kilómetros del lugar, la razón de su intrépido viaje y de su dificultad al respirar: la minera. Hacía pocos días que había leído el interesante artículo de su madre, fundamentado en los alaridos antiburgueses del marido de aquélla, que trataba, con acento nacionalista, acerca de la incursión de este nuevo capital extranjero en una zona rica en oro de la sierra de La Libertad. Por supuesto que no se quejaría de la condición de trabajo de los operarios ni de sus magros salarios. La protesta individual de su vida trascendía los límites humanos e interorgánicos. Era un joven criado en verdes pastos, olfateando el perfume de las flores y embelesándose por su polinización. No sólo amaba las plantas; también las añoraba cada vez que atravesaba la selva de cemento y se adentraba melancólicamente en sus floridos recuerdos, hasta el punto de soltar silentes, pero lacrimosos suspiros al aire contaminado. ¿Quién sino él para quejarse? ¿Quién sino él para gritar? ¿Quién sino él para llorar? La idea de ríos ennegrecidos y de oscuros y nebulosos cielos se había tornado una gangrena que conquistaba paulatinamente su ser. Suspiro, quejido, grito; Sebastián percibía los gemidos a la distancia y los distinguía a la perfección: sonaban como picos, taladros y bonanza económica. Alguien tendría que cargar con su sangre hirviente, apasionada y, más importantemente, atormentada.

 

En un arrebato de pésimas aptitudes al volante, el conductor detuvo el ómnibus. A cuatro mil metros sobre el nivel del mar aún se sentía la brisa del mar, camuflada en un viento escarchado nocturno. Se escuchó la orden de descender del vehículo y un par de sinfines de pasos obedeciendo. Sebastián bajó el último, recuerda, con su misión y su ira materializadas en una marcha decidida de unos cuantos metros. Con su tiritar casi no se percibía sus lágrimas ni su sorpresa; una primera observación lo llevó a la conclusión de que todo había empezado ya. Los estridentes ruidos de máquinas le poblaban la cabeza adolorida casi tanto como las negras nubes, el cielo. Ahora, zumbidos y frío. Finalmente, otra larga visión del firmamento, impuro e impasible, y un gemido, acompañado de un golpe sordo. La multitud se aglomeró alrededor del joven desmayado, presa de la altura, las circunstancias y el desasosiego. El cielo soltó su llanto, habiendo considerado la imposibilidad de tal del ser inconsciente. Entre las gotas se oyó un canto prácticamente imperceptible que nadie escuchó: “Llora, pequeño, porque los héroes terminan yacientes. Grita, ratón, ya que son los gatos, tus presas. Suspira, Sebastián, pues el día ha acabado para ti, y el mundo no sabrá de tus palabras sino hasta mañana. Cae, lluvia, e intenta limpiar el hollín del lugar, a ver si puedes. Conviértete en un ángel y sacude, con tus alas húmedas, la escarcha de la faz del caído”. Puede que el sueño haya nublado ese recuerdo al joven, y es más que probable que lo niegue ahora, pero ese día terminó con la ducha más majestuosa que le hubiere empapado jamás.

 

dibujos-de-arboles