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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

viernes, 6 de junio de 2008

Pasión beoda

Felices conversábamos Thaís y yo sin parar sobre las cosas más cotidianas y con menos importancia que fueron dichas alguna vez en uno de esos micros azules que circulan por la calle un día mundial en el que Karol tiene razón. Los dos sanjosefinos nos regocijábamos con las anécdotas de la secundaria que no compartimos, mientras que el conductor nos mandaba miraditas desde su asiento, al costado de los nuestros, recordando seguramente a los hijos que nunca tuvo ni vio crecer. Después de todo, no había mucha gente a quien observar; el autobús estaba prácticamente vacío, pero se sentía copado de tanto carisma que desprendía nuestra conversación trivial y la consecuente miradita melancólica del conductor.

Habíamos salido de nuestra clase de francés de las ocho de la noche, desesperados por conseguir un transporte antes de que nos roben en esa zona tan atractivamente peligrosa y tan a las nueve y media, muertos de miedo. Yo la miraba, ella me miraba, y el conductor nos dejó de mirar para concentrarse en el camino y en los posibles pasajeros. Tan fuerte llegó a ser su poder mental que menos de cinque minutes se llenó el señor de clientes, y nuestra entretenida conversación pasó a segundo plano para el chófer y el resto del mundo. Nosotros continuamos desgastando nuestras cuerdas vocales a todo dar, percatándonos, por supuesto, de que ya no estábamos solos en el micro, sino que ya todos los pasajeros empezaban a sentirse apretados; excepto nosotros, que seguíamos cómodos en los asientos al costado del conductor.

Sin pensarlo dos veces –creo que ni siquiera lo hizo una–, ingresó un personaje más que pintoresco; nunca en mi vida había conocido a alguien que se tomara la ley de la gravedad tan a pecho. Entró tambaleándose, pues, y muy cortésmente verificó el interior del micro, su carismático chófer y nosotros; resultando con la galante decisión de pararse a mi lado y mirarme a la cara, a la mochila sobre mis piernas y a la intrépida Thaís, a la que ya le estaba dando mala espina el tipo este que recién había entrado y que qué se creía.

Intimidado por mi compañera, el sujeto se concentró en mí y en el tubo vertical del que se sujetaba. Si supiera de night clubs y de bailarinas exóticas se me habría hecho de lo más conocida la dancita que ensayaba en el tubo aquél, con un movimiento incesante de piernas y un movimiento browniano del resto de su cuerpo; todo a un exquisito compás ternario, con un ritmo lento, romántico y somnoliento.

Entonces empezó con el cortejo, uno de los más raros de los que podría atestiguar. Colocó su pierna sobre un escalón del micro, cerca de la palanca de cambios y rozando mi pierna. Podía sentir cómo se paseaba velluda por el lugar, siempre sobándose con la mía con gran tino y delicadeza. No sabía qué decir en ese momento; opté por permanecer callado y aguardar la continuación de su baile afrodisiaco.

Thaís estaba aburrida, viendo la noche por la ventana, suspirando por la fatiga y la monotonía del viaje en el micro azul. Entonces, mi vecino fijó la mirada en mis ojos inocentes, que se debatían entre abrírselos grandotes y cerrarlos de cansancio y monotonía. Él tomó la decisión por mí, acercando su broncíneo rostro a una distancia mínima del mío, concentrado en mirar, a través de sus párpados cerrados, cómo brillaban mis ojos únicamente para él. Podía sentir su aliento cálido sobre mí, con un delicioso olor a cebada; y su herbáceo perfume de ron de quemar. Sentía su respiración palpitante en mis orejas, casi en mi cuello; mientras mi piel se tornaba de gallina sin razón aparente. Así dispuso en separar sus labios carnosos y pronunciarme palabras casi inaudibles y sin sentido para todos los demás, excepto yo, que me negaré por la eternidad a considerarlas un simple y mundano ronquido; yo escuché un conjuro mágico, una promesa para siempre, ni yo sé lo que oí. Codeé a Thaís para pedirle su opinión acerca de aquellas palabras maravillosas, mas ella no se sentía en el cielo, y ya empezaba a mirar con miedo, asco y desprecio a mi nuevo amigo; cuando le dije que se calme, que pobrecito él, que no lo molestes, Thaís, ¿no ves que está parado tranquilito?

Tras su cuasi declaración, comenzó a demostrarme su cariño. Resbaló una mano a través de su tubo-soporte hasta mi rodilla izquierda. Hacía unos movimientos rarísimos que no lograron más que hacerme adorarlo más; tanto que quité su mano de mi pierna y me cubrí con pudor y con mi mochila, azul también, con un bordado que reza “UPAO”. Por alguna razón extraña para mí, mi tambaleante compañero se mostró con un agrado extremo por los productos de la gran universidad aquella, e ipso facto, colocó su mano sobre la mochila, indirectamente sobre mis piernas.

Aprovechó para reanudar los rarísimos masajes, ahora a mi mochila y con más ganas de todo. Su mano la embestía con fuerza animal una y otra vez. El ritmo siguió aumentando; contraía y estiraba la mano; yo seguía inexperto, sin saber qué hacer. La fricción sobre la tela empezaba a derretir las paredes del micro; en buen momento se detuvo, con unas últimas contracciones orgásmicas con toda su somnolienta alma. Yo creo haber sentido un éxtasis equivalente, pero lo mío se dio muy revuelto y muy estomacal, llegándome a producir una pequeña acidez.

Después de ese encuentro final, un pasajero decidió bajar del vehículo, así que el gran amante de mi mochila tomó su asiento, ya cansado; para alivio mío, de Thaís –quien por fin dejó de rechistar– y del conductor, que ya andaba horrorizado porque se encontraba fuera del horario.

De esa manera, cambió el tubo por las cabeceadas y la respiración poco sonora al cerrar los párpados tras una jornada mesiánica, seguramente. El cobrador, sin embargo, se hubo propuesto no dejarlo en paz, y le exigió mil veces que pague su pasaje, y te dije completo, tú sólo me has dado cincuenta, todavía falta, ¡oye, flaco, despierta! Pero ¡ay!, siguió durmiendo; y en sus sueños le pagó más de la cuenta al cobrador que tanto lo fastidiaba y tan poco lo dejaba descansar justamente.

Tan emocionante estaba el asunto que me sentí apenadísimo de haber llegado a mi paradero y de dejar a Thaís en el micro, con ese borracho tan carismático. Me despedí de ella y bajé, rumbo a mi casa, dándole una última mirada a aquél con el aliento a cebada fermentada y modales cariñosos.

Me sacudí todo el asco en la ducha ennoblecedora y lo recordé por vez final, antes de dormir y olvidarlo definitivamente. La melancolía me obligó a suspirar y a sentir en mí todo su perfume de ron de quemar. En el momento actual, en que redacto este texto, me doy cuenta de que nunca me podré sacar de encima ese olor suyo, y que viviré asqueado por el resto de mis días, porque alguna vez un borracho prácticamente se durmió sobre mi pobre humanidad, y rarísimo se puso cariñoso conmigo durante su sueño sagrado. ¡Ah, ese olor suyo!