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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

viernes, 24 de agosto de 2007

La belleza es roja

Joaquín era un pequeño que vivía en las afueras de la ciudad. Su existencia consistía, como todo niño que no tiene contacto con el monstruo de cemento, en jugar con sus amigos y sonreírle a la vida. Con sus efímeros nueve años, Joaquín ayudaba a su padre en las labores del campo, ya que pertenecía a su familia una minúscula chacra que les servía para su sustento. Su madre, una joven que quedó embarazada en su mocedad, se encargaba de criar uno que otro animalito, ya sea para su consumo o para comerciar con él. Joaquín no podía estudiar. Bien sabía que, siendo el mayor de siete hermanos, estaba en la obligación de trabajar para mantener a su alegre familia. Si embargo, más de una vez vio a sus amiguitos saliendo de la escuela, ubicada a unas cuadras de su improvisado hogar, y comentando lo poco entretenida que era. Eso no le importaba a Joaquín, él quería aprender aunque la educación no tuviese propósitos lúdicos. Joaquín estaba sumamente interesado en estudiar, pero sabía que no lo podía hacer. Mis hermanitos van primero, decía. Esto causó, con el pasar del tiempo, una suerte de frustración en el pequeñito.

-¿Por qué mis amigos pueden ir a clases y yo no?- Le preguntaba a su mamá, obteniendo como respuesta un desalentador suspiro o un “no se lo vayas a decir al papá”. Caso error, cuando se le menciona a un niño sobre un tema con cierta mística como el anterior, éste intentará resolver, por mero instinto infantil, el misterio del “¿qué pasará?”. Lo que sucedió después era de esperarse, el pobre Joaquín recibió una sonora paliza por la simple indiscreción de formular esa infame pregunta a su papá. Naturalmente, el niño nunca supo qué hubo hecho mal. Nunca se imaginó que su progenitor atacaba con la misma interrogante cuando tenía su edad. Las golpizas eran las mismas, el mismo dolor, las mismas lágrimas ya usadas. El padre sabía que se estaba apaleando a sí mismo. Su consuelo era saber que la culpa no era suya, la culpa era de Joaquín por decir tales estupideces, o al menos eso le había enseñado su papá. Al menos, lo tranquilizaba un poco el considerarse misericordioso; su padre nunca se detuvo, el dolor no le era suficiente, la histeria tampoco resultaba efectiva, ni las lágrimas, las súplicas, la risa ni la sangre. Se sentía un hombre realizado al golpear a su hijo, ya que su viejo le confió en varias ocasiones un sabio consejo: “Hijo, hoy te sientes triste, pero el día en que golpees al fruto tuyo y de tu mujer, cuando ese día llegue, serás un hombre de verdad”. Y así era como se sentía, todo un ser humano. Joaquín siempre se quiso apreciar como un adulto. Su abuelito tenía la razón, puesto que era un ente muy conocedor del medio.

El pequeño siguió preguntándose –ya no públicamente, claro –por qué los demás podían y él no. No era un lisiado, su cuerpecito estaba completo, al menos hasta donde sabía. ¿Los demás se merecían más que él? ¿Habían pasado por las mismas atrocidades? ¿Habían trabajado tan arduamente? En absoluto, era sólo que tuvieron la suerte de nacer en otra cuna, una que no era a base de cartón ni que olía a basura. Eso no era justo, Joaquín lloraba de rabia porque era el único así.

Pasaron los años y Joaquín se volvió un adolescente. Más de uno de sus hermanitos habían perdido la vida por causa del hambre. Eso era bueno, ya no tenía que encargarse de ellos. Así que se fue a la ciudad en busca de mejores oportunidades. Sus padres, orgullosos, lo suplieron con materiales que siempre necesitaría: una colcha, una pequeña navaja y tres soles. ¡Tres soles! Joaquín estaba extasiado, era la mayor cantidad de dinero que sus manos tocaron algún día.

El adolescente puso el primer pie en el cemento, era una situación totalmente nueva para él y sabía que determinaría su futuro. Tenía muchas ansias de éxito. Mientras caminaba, no pudo desviar la vista de su fortuna ni por un momento. Lo que sentía era algo que pocos seres humanos han experimentado: júbilo. Su alegría era tal que no lo vio venir. Ciertamente, nunca se pudo explicar qué le hubo sucedido. Lo único que veía era rojo; le recordaba a aquellos días de las palizas y de las preguntas sin sentido. Podía ver claramente el rostro de su padre sonriéndole. Pero Joaquín no se sentía bien, no por el dolor, sino porque ese horrible pensamiento le llegó a la mente. Nunca llegaría a ser un hombre. ¡Nunca! Quiso llorar, pero no pudo. Lo único que lloraba era rojo, lo único que gritaba era rojo, y lo mismo iba para lo que oía y palpaba: rojo y más rojo.

Un transeúnte se le acercó. Lo miró como si fuese un bicho raro, y se agachó hacia él. Ya no le importaba a Joaquín, en su mente sólo había rojo. El individuo se sentía asqueado, pero sus acciones valían la pena. Después de mucho vacilar, cumplió con lo que hubo pensado. Lo hizo y se marchó, contento con sus tres sanguinolentos soles. Los gallinazos se avecinaban y la sangre se esparcía. Joaquín tuvo una roja visión de cómo se sentía ser un adulto y esbozó su última sonrisa al pavimento, también rojo, por supuesto.

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