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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

viernes, 19 de octubre de 2007

No todos los dioses tienen buen gusto

Tras un muy sensiblemente corto fin de semana de ésos que parecen haber finalizado antes de siquiera empezar, me vi atrapado en otro interminable lunes, día en que el trabajo se vuelve fatigante y en que el descanso sabatino se torna otra jornada de siete horas, pero multiplicada de lunes a viernes. Siendo así como hubieren de acaecer los diurnos eventos de nuestras vidas, esperamos ansiosamente a que llegue un momento de regocijo, algo lúdico y entretenido, un instante que nos hace darnos cuenta de que todo nuestro cansancio ha valido la pena, con tal de llegar, pues, a aquel dichoso evento; me refiero, como era de esperarse, al almuerzo. Y es que la hora de comer no es sino el alivio de nuestra agitada –aunque no necesariamente de todos –agenda.

Con el poco relajante quehacer cotidiano de cada uno de los seres humanos y demás habitantes del planeta que ya quisieran ser considerados pensantes, pero que no llegan, muy difícilmente, a más de una crema volteada mal servida –y esto es, bien podrían ser menos –, el momento de la ingesta de nuestros nutrientes –que, en ocasiones, más agravios nos causan que beneficios –es algo trascendental para nuestras vidas, o lo poco que queda de ellas.

Si bien en algunos hogares se recurre a la reconocida e improvisadísima oración para bendecir los alimentos, no tuve el agrado del caso, no arribando mis alimentos a la muy merecida concordia con lo divino, sacro y, probablemente, antiestadounidense. Fuera de aquella mención honrosa, me vi motivado a iniciar con el arte degustativo; era mi alimento, sin embargo, el que no se me era alcanzado. Una espera no muy larga procedió a mi ansiedad, acompañada de varios “ay, hijo, espera a que se caliente, pues” de mi digna progenitora, la cual, valiéndose de sus comunes ayes y amenes, hizo tardía la entrega de la no del todo bendita comida.

Hubo de llegar, de todas maneras, y yo, con todo el estremecimiento que se me hizo posible desde una de las incomodísimas sillas del comedor de diario, no pude aguantar la repetitiva y bisilábica réplica –interrogativa, por supuesto –“¿shámbar?”. Sí, era shámbar por donde se lo mirase –o la mirase, nunca se sabe del todo bien –, pero ¿otra vez? Sí, hijo, otra vez. Yo sé que todos los lunes comemos shámbar, ¡mas no es mía la culpa de que hoy sea lunes ni que lo haya sido también la semana pasada! Esos lunes, si no fuera por ellos, el domingo nunca se vería obligado a terminar ni a empezar una nueva semana. Ha de recaer en su conciencia que tantas personas odien su trabajo. No tengo idea de cuándo empecé a odiar los lunes… ha de haber sido en algún domingo.

Retomando el tema, nos es fácil encontrar un vínculo pintoresco entre el día aquel y el platillo ese, dando como resultado una relación probablemente innecesaria e indiscutiblemente estúpida. Ahora, poniéndonos a tomar el asunto con un poco más de seriedad, no nos tardamos mucho en encontrarnos con ciertas interrogantes como “¿por qué se consume shámbar los lunes?”, “¿por qué no los viernes ni los 29 de febrero?”. Haciendo un poco de memoria, recuerdo pequeños fragmentos de mi ignorante infancia y unas cuantas de las sabias habladurías de mis ancestros, tales como “bueno, no tenemos chimenea, pero Papá Noel encontrará alguna forma de entrar, ¿no crees?”, “no se corre con tijeras… ¡te lo dije!”, “no, pequeño, no juegues con fuego y,,, ¡apaga a ese perro inmediatamente!” o, en este caso, “las menestras dan buena suerte si se comen los lunes”.

Digamos que es afortunado comer menestras los lunes, es innegable que muchos venderían a sus hijos –o tal vez publicitarían universidades –con la meta de llegar a sus casas y ver un plato de menestras sobre su mesa; mas no me parece que no sea dichoso el consumirlas algún otro día de la semana. ¿Es que los puestos que las comercian en el mercado se ven acosados por los ávidos compradores durante un solo día de los siete? Ciertamente, no me parece muy razonable que digamos. En lo que a mí respecta, sería mucho más práctico ir en búsqueda de ellas un jueves o un viernes, mientras las tiendas estén vacías. Fausto sea, pues, aquél que, tras engullir las celebérrimas, no se sienta agobiado por los trastornos consecuentes. Y es el shámbar, con su altísimo contenido de menestras, el más agobiante y consecuente de todos los platos. Yo diría, entonces, que se hubiere de considerar afortunado al que haya consumido shámbar el lunes y que no haya tenido problemas durante el resto de la semana.

De todo el misticismo implicado en la tradición antes expuesta, preferiría no hablar; no obstante, me veo obligado a profundizar en la susodicha. El shámbar, al igual que la sopa teóloga, es un plato tipiquísimo de Trujillo y oriundo de la cultura mochica, con posibles implicancias religiosas. Considerando al inmisericorde dios de dicho pueblo, Aipaec, me atrevo a afirmar que éste obligaba a su sometido caserío a consumir tales masticabilísimos brebajes; una obra de suma consideración dictatorial, sin duda alguna; y es que a ese tipo de dioses no les importa si es que sus acciones produjesen graves consecuencias gastrointestinales en los pobladores; a lo que vendría una respuesta como “sí, claro, sufran con sus dolores estomacales, decapítense y culpen a su dios, ¿acaso creen que no he escuchado sobre el apodo de El degollador que me han puesto?”. Siendo todos éstos unos artes macabros, he de detenerme en esta parte del ensayo para no encontrarme con otras maquinaciones –tal vez incluso maldiciones de cortesía –tenebrosas.

Sugerido, pues, por el mal gusto de nuestro inexperto gourmet Aipaec, me dispuse a ingerir su tradicional sopa –si es que ésa es la denominación adecuada, lo cual ignoro y prefiero seguir desconociendo –con mi no tan tradicional nerviosismo, propio de las nuevas experiencias y de los tests de orientación vocacional. Para sorpresa mía, de El degollador y de todo aquél que ose leer estas líneas, el almuerzo resultó, de alguna u otra manera, de un sabor agradable, rescatando, una vez más, las habilidades culinarias de mi madre (no, hijo, el señor de la tienda de al lado preparó el shámbar y me vendió un poco). Como sea que ocurran los hechos, si bien no todos los dioses tienen buen gusto, estoy empezando a recapacitar sobre las preferencias –casi una delicatessen –del dios de los mochicas.