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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

miércoles, 30 de junio de 2010

Cola de Gloria

 

La música empezó con un sonido retumbante de manos mestizas contra sendos cajones en un rítmico mover de brazos y destellar de sonrisas; abriendo paso a una infinidad de instrumentos de viento tan desconocidos ante la ley internacional como el proceder del pisco y su utilización en el peruano pisco sour. La música tomaba forma y se tambaleaba entre los sentidos de los muy cultos asistentes, que podrían reconocer una marinera hasta en partitura. La única persona que estaba fuera de lugar era la pobre Karol, concentradísima en el escenario y en su espera de que se abran las puertas y salgan los toros bravos y los audaces toreros, muy dispuestos a arriesgar su vida por conseguir un poco más de prestigio en su amada España; mas el lugar no se asemejaba a la tierra de los Reyes Católicos ni se dignaban las reses aquellas a aparecer en el contexto. Karol, indignada por la falta de acción, ya se estaba parando para salir de una vez y volver a su tierra natal antes de lo previsto, cuando el público empezó a gritar emocionado en un idioma que, por supuesto, no dominaba; y bien podrían haberle estado gritando que se quedase, por favor, que era muy linda como para irse; así que hubo de sentarse sonrojada a presenciar el espectáculo. La marinera continuaba con su curso sublime y Karol se cuestionaba acerca del motivo de todos esos vítores y aplausos. Movía sus ojos en todas las direcciones y seguía sin ver nada, sin sorprenderse como todos los demás. Tal vez entender castellano era un requisito, y ella hablaba su lengua natal a duras penas, nunca tendría la oportunidad de ver más allá del campo verde y de las aclamaciones, hacia ese animal que acababa de florecer del viento primaveral trujillano en una mañana despejada. De la brisa apareció una cabeza soberbia, con una cabellera blanca y lisa, y unos ojos que reflejaban valerosos la decisión de todo un ejército. Se mostró un lomo brillante y musculoso; unas piernas estiradas en posición triunfal y, para coronar, una ágil y viril cola meneándose gloriosa de lado a lado y azotando el florido viento. Jaque mate. Karol lo miraba anonadada y se preguntaba si era un semidiós, un equino o las dos cosas a la vez, sabiendo perfectamente que la única opción imposible era la de que fuera un simple caballito. Admiraba sus largas piernas, su amplio lomo blanco y sus ojos penetrantes; reconociendo a su chalán como el ser más afortunado del mundo. El ente se movía al ritmo de la música, que parecía compuesta a su medida, de la misma manera en que su única verdadera espectadora le seguía el juego con movimientos sutiles de cabeza, cuello y el resto del cuerpo. Continuaba con su baile, sin embargo, sin prestar atención ni reparar en Karol; se desplazaba por el césped con auténtica gallardía. Boquiabierta, Karol veía cómo le brotaban unas alas blancas y perfectas, mientras se deslizaba por los vastos espacios celestiales al ritmo de la música. Ella parpadeó por un instante y ahora lo veía sacudir el pañuelo y quitarse el sombrero de paja mientras relinchaba. El chalán sólo obedecía, movido por una sobrenatural mano invisible, más misteriosa que aquélla propuesta por Smith; ésta se desprendía majestuosa del lomo del caballo y manipulaba tanto a jinetes como al público en general; excepto a Karol, porque estaba desgeneralizada de tanto estupor. Los músicos tocaban, el chalán movía el sombrero como si fuese parte de su cuerpo, los espectadores aplaudían y ella no tenía idea de qué hacer por mientras. Prefirió mirar hasta el hartazgo de tanta belleza divina, y derretirse bajo el sol nublado por la majestuosidad durante lo que deseó que fuera el resto de su vida; mas la música hubo de terminar, y el público dejó de aplaudir acompasadamente para hacerlo a lo bruto, felicitándose a sí mismos por el gran logro de haber asistido a presenciar tal espectáculo. Ella sólo miraba al caballo agachándose para saludar, y él se agachaba para que le sigan aplaudiendo; mas al levantarse posó los ojos en la única que no batía palmas y sólo lo observaba, sin necesidad de desnudarlo con la vista, ya que no cargaba con vestimenta alguna. El caballo reparaba en aquellos ojos que lo miraban, al igual que Karol se alimentaba de aquellas centellas que reparaban en ella. El equino se acercó y le dijo, sin dejar de observarla, que se llamaba Emilio, pero fue en realidad el chalán, manejado por la mano invisible, quien pronunciaba dichas palabras, al seguir examinándola y notar su lindura, su inocencia y esos ojos que no se levantaban nunca del varonil rostro de su caballo. Ella le dijo que no hablaba español, Emilio, pero que sí entendía bastante inglés. Creyéndola tímida, el chalán la invitó a cenar algún día; y ella, suponiéndolo manejado por el corcel, le dio su dirección y teléfono. Con extranjero sonrojo, Karol sonrió y se fue.

 

Se oyó sonar un timbre, con los consecuentes pasos dirigiéndose hacia la puerta y los reclamos inentendibles de una voz femenina quejándose porque en su país sí hay intercomunicadores. Apareció una mujer de mediana estatura, de cabellera negra con rayitos postrada sobre una faz que equilibra la dulzura con la inocencia, y unos ojos abiertos en su máximo esplendor ante las rosas más hermosas que fueron alguna vez cortadas delicadamente con una tijera. Se escuchó un aria entre voz y relincho llevada por un fresco viento primaveral hasta una Karol petrificada, sin ver siquiera la multitud de curiosos que se aproximaba para descubrir qué planeaban tanto jinete como caballo en plena ciudad civilizada. “¡Acepta las flores!”, gritaban atragantándose con la emoción y la envidia de ver su sueño hecho realidad en otra persona. “Lo único que sé de ti es que has de tener el nombre más bello entre todos, compatible tan sólo con tu rostro”, dijo Emilio, el chalán, y dejó de arrepentirse por su discurso cursi al ver a Karol aceptando las palabras y flores por parte de Emilio, el caballo. A duras penas pudo agradecerle, pedirle disculpas por no haber mencionado su nombre y decirle que se llamaba Karol, sí, así como suena y con “K”; pero le aceptó feliz su oferta de llevarla cabalgando a Huanchaco para ver la puesta de sol e invitarle unos picarones. No tardó en subir en la montura ni en bajar porque se hubo olvidado de cerrar la puerta de la casa en la que se estaba quedando por esos días. Volvió a montar y partieron en dirección al balneario, guiados por un sol en su búsqueda interminable del mar.

 

Emilio le pedía que lo abrazase, y ella lo hacía de la única manera a su disposición: apretando las piernas contra la montura. El jinete, extrañado ante una respuesta tan inusual, se decidió por quererla aun más, y prefirió quedarse en silencio, escuchando su respiración entrecortada por su rara manera de sentarse. Ya cansada de hacer presión con las piernas, apoyó su cabeza sobre la espalda del chalán, cerró los ojos uno a uno, haciéndose una imagen del caballo en libertad, corriendo en un escenario verde, sin monturas ni jinetes que lo conecten con la realidad, entregado en espíritu sólo a ella; y permaneció callada hasta caer rendida en los brazos de Morfeo, o en el lomo de la bestia, en este caso.

 

Con su bandeja de picarones en una mano y la mano del otro en la otra, se sentaron ambos sobre la arena fría de la tarde, vigilando la creciente marea. Emilio el caballo estaba parado a su derecha, y Emilio el jinete se encontraba a su izquierda, concentradísimo en asirle la delicada mano que, por mala suerte, tenía conectada al resto del brazo. Su cabeza estaba tornada hacia la derecha, por supuesto, aprovechando para sostener un concurso de miradas con el equino. Eso era lo que se obligaba a creer, pues en verdad no podía despegar los ojos de los de Emilio, así como él no podía dejar de apreciarla en silencio. El jinete, por su parte, la sentía ya demasiado tímida, enojada incluso porque no se dignaba a verle la cara; solamente lo ignoraba mirando al lado opuesto; así que, en un intento desesperado, la cogió bruscamente de los hombros y la volteó hacia él. Karol, sorprendida, no hizo más que mirarlo con incierto interés, descubriendo los mismos ojos profundos y fuertes del caballo. Sentía como si él estuviese siendo manejado nuevamente por su corcel. “¿Dejarías que tus párpados te dominen por un instante, querida?”. Karol entendió inmediatamente la metáfora y bajó las persianas, esperando lo inevitable. La faz de Emilio se acercó a la de Karol, su mano rosó el rostro de su amada, y fundió los labios con los suyos. Ella no lo soltó hasta sentirlo relinchar dentro de sí, estiró los brazos y los colocó alrededor de su cuello, conectándose hasta saciarse de los labios del caballo a través de su humano, mas permanecía insatisfecha, aún necesitaba saborearlo un poco más; y así lo hizo hasta que se puso el sol, en el que ninguno de los dos reparó como habían previsto. Comieron dulcemente los picarones de su bandeja y regresaron a la ciudad, abrazados los tres.

 

Durante el viaje de vuelta, Karol pensó sobre su retorno al lugar en el que vio, por vez primera, luz; logrando cierto contraste nostálgico al fijarse en aquella luz postmeridiana tan hermosa que sentía sutilmente, con los ojos cerrados. Quería saber cómo reaccionaría su delicioso Emilio cuando le dijese que habría de regresarse ya muy pronto; tal vez accedería a acompañarla. Ella estaba más que dispuesta a casarse, incluso, pues en su país es legal el matrimonio con otros mamíferos. Tenía que ponerse seria, ya no era momento de no entender nada y sólo reírse. Ya se lo diría al día siguiente, por ahora prefería recostar su cabeza sobre el chalán, y estrechar las piernas contra Emilio; al menos hasta llegar a su hogar temporal.

 

Así de temporal esperaba Karol que fuera el mal humor del jinete, quien ya estaba diciendo incoherencias, y no le alcanzaba el tiempo a la pobre con el diccionario bilingüe. Ni una pizca de políglota tenía el imbécil cuando le subía la sangre a la cabeza; ella no lo aguantaba y de ninguna manera le explicaría, mediante charlas acerca de la ley de la gravedad, que lo mejor sería que se le regrese la sangre a su sitio y que te calles de una vez, you idiot, que no estaba dispuesta a soportar tanta falta de respeto después de tal cariño excesivo del día anterior. Lo que le hubo pedido era escuetísimo, únicamente quería comprarle el caballo; no, sólo el caballo, te digo, no quiero el centauro completo. El humano de Emilio simplemente no parecía entender; Karol le hablaba sobre manos invisibles y él, en total desconocimiento. “Considerando que fuiste tan lindo ayer y que nos sentía tan conectados; todo para que hoy no entienda tu pésimo inglés, traducido en gritos bochornosos y desequilibrados”. Tampoco comprendía el asunto ese de que sólo era un medio utilizado por el animal suyo para comunicarse. ¡Tonterías! ¡Calumnias! Lacrimosa, Karol prefirió cortar el teléfono antes de escuchar el “ubícate”, que ya se veía venir.

 

Al menos había cumplido con su ideal de tener una aventura fugaz e internacional. Sus amigas no tenían idea de lo mal que hablaría del país cuando retornase. Indignada por la pésima hospitalidad, Karol abordó el ómnibus a Lima, para después tomar el avión que la dejaría en la puerta de su casa. No se decidía entre sentirse patriota o malhumorada, pero estaba segura de que tenía una horrible migraña. Sólo se sentó y se hundió en sus pensamientos, en el asiento reclinable. Al instante, encendieron el televisor; pasaron un spot, publicitando la empresa de transportes, y una película de ésas tan malas que ni siquiera llegan al cine. No podría dormir, sin embargo, hasta que apagasen las luces. Para descompensar más su descompensación, el pasajero del asiento vecino llegó tardísimo, con varios maletines como equipaje de mano, incluso. Ella se sintió extrañadísima cuando le pidió, en su propio idioma, que le sostenga, por favor, este paquetito mientras coloco el resto de mi equipaje donde debe ser. Era una caja roja con las rosas más hermosas que fueron alguna vez cortadas; aunque las marcas del corte eran medio grotescas, en absoluto eran de tijeras, sino de algo menos uniforme; parecían hechas por los dientes de un equino. Instantáneamente, le empezaron a brillar los ojos, y buscó con la mirada el rostro del otro viajero. No era quien pensó, su rostro era claramente extranjero –tal vez del mismo país que ella, ya que hablaba su idioma–. De todas maneras, no era el jinete; él era totalmente diferente. Díjole que parecía extranjera, incluso del mismo país que él, y le preguntó si le gustaba la marinera. Extrañada, no hizo más que mirarlo, descubriendo en él unos ojos que reflejaban valerosos la decisión de todo un ejército. Karol pensó preguntarle su nombre, mas suprimió esa idea en el acto. Ella ya suponía cuál sería la respuesta.