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Hola. Si estás aquí, significa que tienes interés en leer mis narraciones, discursos, ensayos, poemas y demás composiciones. Pues bien, éste es el lugar adecuado para tales menesteres. Si quieres leer mis obras teatrales, lo siento, no están disponibles en este blog, ni lo estarán algún día. Espero disfrutes al leer mis estupideces tanto como yo lo hice al redactarlas.

La editorial de Daily Planet

domingo, 9 de agosto de 2009

Oda al café (más bien, en prosa, pero poco elegíaca)

(Añado este pseudo prólogo para aprovechar y agradecer pública e íntegramente a la persona que ha hecho posible la redacción de esta novísima creación mía, quien resulta ser, además, la más trinominal de las Marías: Kitty. Por tu espléndido desempeño en el trabajo de Calíope, te lo agradezco en mi mismísimo blog).
    
La mañana aún no se empezaba a vislumbrar. El ocaso ya ennegrecía los cielos anaranjados, en una fusión poco uniforme con un amanecer que nunca se hubo dado. Mi respiración entrecortada flaqueaba en un frío clima invernal, mientras que mi laringe se contagiaba del lúgubre gris de las edificaciones españolas, ahora más republicanas que nunca –y hasta con inclinaciones nacionalistas, diría yo–; expropiando los colores de mi aliento en nombre del bien común. Vapor de agua emanaba de la quincha y se concentraba en afear las esperanzas de vida de deliciosos materiales de construcción. Nunca se había sentido el rosado colonial tan plomo precolombino, descascarándose de las paredes paulatinamente. Mis pies se movían sin rumbo, al compás de los trocitos de pintura que iban cayendo de los muros. Me sentía enrejado en un callejón sin salida, en la mitad de la cuarta dimensión. Sin lugar a dudas, detesto los domingos.

La humedad permeaba por mis poros, hacia el fondo de mi torrente sanguíneo. Pigmentos extraños se posaban en mis arterias y se adueñaban de mi corazón. Habría un motín interorgánico inminente contra el que no podría luchar. Mi bandera blanca suplicaba piedad en un bostezo, al tornarse alarmante la indiferencia del aire. Vapor, humedad, asma y tos. Me urgía llorar a la soledad, la lluvia y los caminos; pero los huesos húmeros me lo impedían. Así se abrió el telón para la llovizna eterna, sin aplauso ninguno, en un jirón perdido. Ni siquiera hacía ruido, el llanto del cielo. Las nubes eran tan grises como la vereda, con charcos desperdigados de ilusiones empapadas. Suspirantes, mis zapatos continuaron con su rumbo sin trazar; y morían los olores del camino –¡ay, sólo el agua sobrevivió!

Helios perdió la cordura, ciertamente, colocándose bajo la tierra, latente; pues las nubes no filtraban ni un atisbo de luz en su penetrante oscuridad dominical. Las carrozas celestiales se descarrilaban una a una, dejando caer aguaceros delgados de ruedas y caballos. Todo se estacionaba en un pasaje un tanto curioso y mínimamente húmedo. Su calzada y acera inexistentes colaban la visión de un pasado de líneas peatonales, con cuatro sujetos de trajes formales y peinados extravagantes transitando por ellas, casi flotantes. “Abbey Road”, me dije y apuré el paso.

Otro callejón sin salida en mi vida, pensé; hasta que vislumbré el pequeño establecimiento al final, de letrero colgante en el techo y muy esparcidas baldosas amarillas por doquier. Amarillas, incluso, ajenas a la llovizna y a sus pseudo colorantes artificiales. Fue un cambio radical. De momento, el capitalismo asióme la mano y condújome a la entrada, que reflejaba un sol titubeante –pero estelar, a fin de cuentas–. Me despedí de París y de los aguaceros, e incluso sonreí por vez primera en el día, casi asumiéndolo sabático o divertido. A través de las ventanas, veía gente expresando sus vocales y mostrando la dentadura, amarillenta ya. Me sostuve con valor de un respiro y dejé caer mi mano en la puerta, sobre un cartelito que me pedía empujar.

Gélido aire acarició mi garganta hasta sentirme del todo noruego. Se cortó mi respiración entrecortada y se sujetó a un ritmo más normal. Un clima algo seco acondicionó mi cuerpo, sosegando mis revoluciones internas; creí haber retomado mi color original. Sentí secarse mi pantalón sobre una silla, mientras me sonreían detrás de un mostrador y alguien se me acercaba a preguntarme, con sus brillantes incisivos, qué era lo que deseaba. Descansar, suponía, mas el silencio no era una opción. Con toda la cordialidad del mundo había llegado otra persona, dispuesta a pelear por mi lugar. Ella también me miraba muy dentalmente; por lo que no dudé en invitarle a tomar algún asiento en la mesa diferente del mío.

Con movimientos de mano innecesarios, pedí lo más expreso que hube podido encontrar; y dirigí mi mirada hacia la ventana, ahora lacrimosa por causa del clima; apoyando la mejilla sobre un puño e intentando –pero no logrando– recordar aquello que me afligía. El otro comensal improvisaba conversaciones que, a decir verdad, poco o nada me interesaban; yo sólo me concentraba en mis propias comunicaciones interneuronales, viendo gotas resbalarse por el vidrio y aterrizar en acogedores ladrillos amarillos. ¡Qué tranquilidad! ¡Qué reposo! Una cucharadita más de azúcar se dedicó a endulzar mis labios, que ya se conectaban con la taza humeante de espléndido olor. De mi bebida emanaban las más sabrosas y sofisticadas reacciones químicas, impresionando mis lagrimales y deleitando mi olfato. Sorbo a sorbo, todos reparaban en una subestimada elocuencia naciente. El café, pues, había convertido una mesa y dos sillas en una satisfactoria charla de hora y media. Una taza tras otra, los vocablos se sentían más naturales, y nadie se dignaba a prestar atención a las múltiples campanadas en la plaza porque nos hubimos quedado en solamente tres dimensiones. Era la mismísima esencia del buen humor, tostada y molida. Mis ojos se abrían más mientras mis ánimos regresaban a su lugar, al igual que los colores de la ciudad y de las demás personas. Ya no recuerdo de qué hablamos, pero lo sentí maravilloso e imperecedero. La verborrea sólo se detuvo cuando hizo lo mismo la llovizna, y el territorio colonial retornó a su tránsito peatonal usual, con los cuatro sujetos extraños incluidos.

Una sonrisa pagó mi deuda y, con la cabeza en alto, me volví a abalanzar sobre la misma puerta, que, en esta ocasión, me ordenaba jalar. Tomé otro respiro y, nunca más pusilánime, me dirigí a la calle.

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