El conocimiento, como relación
sujeto-objeto, es una pieza clave en el funcionamiento de la vida (rutina)
humana como la conocemos. Cuando estudiamos, utilizamos conocimiento; así como
cuando dialogamos, nos duchamos o usamos algún instrumento. Cuando al agua
hirviente agregamos polvo marrón de un frasco, predecimos, con nuestro
conocimiento, que se preparará café y no, papas sancochadas. Como seres
humanos, estamos indefectiblemente atados al conocimiento en nuestra vida
teórica y, más importantemente, en la práctica. Basamos nuestro existir en lo
que sabemos del mundo.
La pregunta es: ¿cuánto sabemos del
mundo? Muy poco, ciertamente. Y de aquello que sabemos, ¿lo sabemos
completamente? Para un estudiante universitario, esta pregunta resulta incluso
risible. Podemos seguir con: y lo poco que conocemos –y que lo hacemos de una
manera limitada–, ¿es verdad? Si nuestros conocimientos son posiblemente falsos
(tomando la posibilidad como una categoría de la Lógica dialéctica), ¿por qué
sustentamos nuestra vida en ellos?, ¿no hay mucho que perder, acaso? Es esta
última pregunta el problema del presente ensayo. Pues sí, hay mucho que perder;
mas es necesario, en cuanto somos humanos, correr el riesgo.
Ya el cardenal Cayetano tomaba la
verdad como una conformitas intelectus et
rei (de lo que se prefirió cambiar “conformidad” por “correspondencia”),
pero olvidó, como buen metafísico, agregar el elemento cuantificador a su idea.
Justamente, la verdad es la correspondencia de nuestro conocimiento con las
cosas conocidas, pero en determinada proporción (siendo infinito lo cognoscible
de la realidad); y en cuanto varíe esta proporción, funciona la dialéctica de
la verdad, que Besse desarrolla tan sublimemente.
¿Cuán verdadera es una pieza de
conocimiento? Lo es absolutamente entre sus propios límites; relativamente, en
la realidad completa; y es falsa fuera de ellos. Esta delimitación, por su
parte, no aparece sino hasta que otra pieza de conocimiento, que hasta puede
ser una teoría, se atreva a aparecer y contradecirla.
En
efecto, de nada sirve conocer las leyes de la lógica dialéctica si,
irónicamente, no las vamos a aplicar al conocimiento mismo. Hay, pues, en este
campo también una eterna unidad y lucha de contrarios (de pensamientos
contrarios, vale decir), que negándose entre sí, impulsan el desarrollo del
conocimiento, a lo que bien podríamos llamar cambios cuantitativos y
cualitativos.
De
esta manera, el conocimiento (porque eso era en aquella época) de que la Tierra
era el centro del universo fue negado por aquel de que lo era el Sol;
contradicho, a su vez, por el que expresa que el Sol es tan solo el centro de
nuestro sistema planetario; y ahora sabemos, además, que el universo es curvo y
que se expande. ¿Puede esto ser negado en el futuro? Lo más probable es que eso
vaya a ocurrir.
Para
ejemplificar un poco más, partamos de la comprensión griega de la materia.
Ellos decían que si partíamos un cuerpo (digamos, un terrón de azúcar), podría
llegar un punto en que este no podría ser partido más; eso era un átomo. Ahora
sabemos que el átomo no puede ser obtenido por medios mecánicos y que el azúcar
impalpable es, más bien, partículas. Por su lado, una definición etimológica de
“átomo” nos lleva a la expresión “no divisible”, lo cual es falso. En un
momento se supo de los electrones, protones y neutrones; y en la actualidad se
conoce los quarks e incluso existe la teoría de las cuerdas, que formarían a
estos.
Esta
es la dialéctica de la verdad, “una lucha entre una teoría dada, comprobada por
hechos conocidos, y los hechos nuevos que ella no puede explicar”, en las
palabras de Besse. Aquí ingresaría una teoría nueva que superaría (en sentido
dialéctico) la anterior, al comprender conocimientos más amplios que esta. Por
supuesto, siempre seguirán apareciendo nuevas teorías que promuevan un progreso
tan infinito como lo es el conocimiento.
Ahora
bien, en cuanto cumplan con un criterio de verdad, todas las teorías aluna vez
aceptadas (la ausencia de contradicción, aunque sea, en las arcaicas), algo de
verdad tienen. Esto es básico para entender el carácter progresivo del
conocimiento (en espiral, si se desea).
No
obstante, así como es parcialmente verdadero, todo conocimiento es también
parcialmente falso (o potencialmente, por lo menos), y será objeto en algún
momento de una revisión por parte de una construcción intelectual futura. Por
supuesto, estamos partiendo de la premisa de que no existe una verdad absoluta.
Incluso
si es potencialmente falso en parte, todo conocimiento tiene influencia real en
la vida de las personas o en el ambiente. El ser humano se vale del
conocimiento para transformar la realidad. Aquí se corre un riesgo. ¿Qué ocurre
si la parte falsa de nuestras construcciones “falla” en dicha transformación?
Sacrificios.
Los
mártires del intelecto, esto es, cualquier objeto de la realidad objetiva
afectado por la sección falsa del conocimiento, existen. En el plano teórico,
cuando un conocimiento supera a otro, el científico es herido en su orgullo (y
en su cuenta bancaria, probablemente); pero cuando esto ha sido materializado
en la transformación de la realidad, la pérdida es mucho mayor. La realidad
objetiva no perdona.
¿Cuántas
personas han muerto con problemas renales tras un largo tratamiento
“completamente inocuo” (hasta donde se sabía en ese momento) de
antiinflamatorios? ¿Cuántos niños han nacido con deformaciones por el uso
“perfectamente adecuado” de anticonceptivos no tan perfectos? ¿Por qué los
medicamentos tienen un “tiempo de vida” en el mercado?, ¿qué ocurre con todos
los afectados? Sencillo: son sacrificados en pro del conocimiento.
En
la Economía, las teorías son todo menos acabadas. Un pequeño error causa una
gran crisis. ¿Qué sucede cuando se entiende teóricamente adecuado hacer
préstamos incluso a quienes no los pueden pagar? La población estadounidense
conoce ya la respuesta. Creo que esta idea se desarrolla por sí misma.
Los
errores son, sin embargo, únicamente una paralización (corta o milenaria) en el
proceso del conocimiento y nos indican, cuando son descubiertos, qué otros
caminos podemos seguir. Por lo tanto, de lo que es un error una pérdida,
también es una ganancia. Los conocimientos no se construyen solos, exigen del
científico un máximo esfuerzo, el cual incluye, como es evidente, una gran
cuota de equivocación.
¿Qué
queda del ser humano, entonces? Tan solo, acogerse de la certeza. Rahaim la
define como “el estado de nuestro entendimiento en que nos adherimos, damos
nuestro asentimiento a un extremo, entre dos, sin temor ni vacilación”. Por
supuesto, esa debe ser científica, esto es, reflexionada y pensada. Como no hay
verdad absoluta, la ciencia ha de valerse de la certeza del teórico en su
conocimiento para seguir.
Consecuentemente,
si este error se ha de dar en la práctica de la transformación de la realidad,
pues que así sea; siempre y cuando no sea de manera previsible. De ninguna
manera se puede aceptar sacrificios por culpa del teórico (tomando la culpa en
sentido jurídico). Este habría de llevar la amargura a la tumba o habría de ser
sancionado. Eso ya dependería de la comunidad científica y los gobiernos.
Los
sacrificios en la dialéctica de la verdad, por lo tanto, son imprescindibles
(los inevitables) para el desarrollo del conocimiento. Los teóricos están para
lo que están. En ningún momento se podrá abrazar la tesis del escepticismo y,
simplemente, no hacer nada al respecto. Sin ensayo-error no hay ciencia, y sin
ciencia no hay progreso.